Gracias al relato bíblico, la imagen de los esclavos castigados a latigazos, arrastrando los enormes bloques de piedra por empinadas rampas para colocarlos en su sitio, es una de las falsas ideas más persistentes sobre la construcción de las pirámides. Sin embargo, hoy sabemos que el trabajo esclavo era incompatible con la precisión y habilidad que requerían estas construcciones.
La idea de millares de esclavos trabajando en la construcción de pirámides no responde a la realidad. Estos monumentos no eran simples montones de piedra levantados sólo a base de fuerza bruta, sino proyectos de enorme precisión y considerable complejidad tecnológica, que requerían una mano de obra hábil y motivada.
En apoyo de esta hipótesis, cabe citar los grafitos observados en algunos bloques de la Gran Pirámide de Keops y en el interior del templo de la pirámide de Micerino. Muchos de estos textos revelan el nombre de las cuadrillas de trabajadores. El carácter humorístico de algunos de estos nombres (“los borrachines de Micerinos”) demuestra cierto sentimiento de orgullo impropio en unos esclavos.
De hecho, algunos egiptólogos creen que los grafitos revelan un ambiente de competencia profesional entre las distintas cuadrillas. La categoría relativamente elevada de estos operarios contribuiría a explicar el tipo de alimento consumido por los habitantes de las Galerías de la Ciudad Perdida, como carne de vacuno de buena calidad, señal de que allí se alojaban profesionales sumamente valorados y no simples esclavos.
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Has leido unos fragmentos del número 14 del Nacional Geographic HISTORIA. En esta entrega de Bajas Vibraciones también hay material revuelto de Dios (es decir, de la Biblia), de Pedro Voltés y algunos otros autores de libros y páginas de internet consultadas. El resto de está enteramente escrito por inspiración di-vina o di-cervezo (según el párrafo).
LAS AUTORIDADES ESPERITUALES ADVIERTEN QUE CADA UNO ES CADA UNO, Y SEIS MEDIA DOCENA.
¿Qué? ¿No captáis el significado trascendente de estas sabias palabras? Ahora entiendo la frustración que debió sentir Jesús después de soltar una de sus parábolas. Tranquilos, no pasa nada. Pero en lo sucesivo debéis esforzaros más por elevar vuestro grado vibratorio.
Otra mentira que, hasta hace bien poco, han inculcado en las tiernas e indefensas mentes de los escolares (no sólo en la asignatura de religión) es que el cristianismo fue abrazado en masa por los esclavos y los oprimidos, que encontraron en él una bandera de liberación, y que la Iglesia naciente se opuso a la esclavitud.
Estas afirmaciones, que pueden ser ciertas si se las limita a momentos y personas concretas, se convierten en auténticas tomaduras de pelo cuando se refieren a la generalidad histórica de la religión cristiana.
M. I. Finley, en su tratado sobre la economía en la Antigüedad, escribe: “Por lo que toca al cristianismo, no hubo muestra alguna de ley que propusiera la abolición de la esclavitud, ni siquiera paulatina, después de la conversión de Constantino y la rápida integración de la Iglesia en el sistema de gobierno del Imperio. Por el contrario, fue el más cristiano de todos los emperadores, Justiniano, aquel cuya codificación del Derecho romano, en el siglo VI d.C., englobó la más amplia colección de leyes sobre la esclavitud y así proporcionó también a la Europa cristiana una completa fundamentación legal para ésta, y dicho pensamiento jurídico fue trasladado, mil años más tarde, al Nuevo Mundo”.
Ante los hechos históricos, hay quienes que pretenden justificar lo injustificable, alegando que la esclavitud era una solución piadosa para los prisioneros enemigos que, de otra manera, eran pasados a cuchillo. Sin embargo, la costumbre de esclavizar a los “enemigos” es bastante más antigua que el cristianismo. En muchos casos se trataba de poblaciones que habían sido invadidas si que mediara conflicto alguno, en las que se aniquilaban a todos los “inservibles”, es decir, niños demasiado pequeños, ancianos y adultos con minusvalías o enfermedad.
Efectivamente, perdonar la vida y esclavizar a parte de la población era una solución mejor, sobre todo para el que ser enriquece a costa de una mano de obra tan barata. Pero, muchas veces, el pueblo elegido y su dios no eran “tan inteligentes” y reaccionaban con otro tipo de conductas:
(1 Samuel 15 )
Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Acuérdome de lo que hizo Amalec á Israel; que se le opuso en el camino, cuando subía de Egipto.
Ve pues, y hiere á Amalec, y destuiréis en él todo lo que tuviere: y no te apiades de él: mata hombres y mujeres, niños y mamantes, vacas y ovejas, camellos y asnos.
(Isaías 13)
Cualquiera que fuere hallado, será alanceado; y cualquiera que á ellos se juntare, caerá á cuchillo. Sus niños serán estrellados delante de ellos; sus casas serán saqueadas, y forzadas sus mujeres.
(Josué 6)
Y destruyeron todo lo que en la ciudad había; hombres y mujeres, mozos y viejos, hasta los bueyes, y ovejas, y asnos, á filo de espada.
Mas toda la plata, y el oro, y vasos de metal y de hierro, sea consagrado á Jehová, y venga al tesoro de Jehová.
Está claro que estos salvajes enchufados de Dios no veían más allá de sus narices. Simplemente, disfrutaban haciendo correr la sangre, violando y saqueando. Pero, aunque sólo fuera por la influencia de las culturas vecinas, en el Israel del Antiguo Testamento se dio la esclavitud, especialmente, durante los reinados de David y Salomón.
La Biblia no pone objeciones a la esclavitud. La admite como algo obvio tras la captura de prisioneros y como pena para ladrones o deudores morosos. Estos últimos, también podían vender a sus hijos para ponerse al día en el pago. El dueño podía castigar a su esclavo sin límite, pero estaba mal visto matarlo en el acto. Lo correcto era que, tras la paliza, tardase un día o dos en expirar.
En tiempos de Jesús las costumbres habían evolucionado hacia una forma de esclavitud menos cruel. En la primera fase del Imperio romano, a medida que se consolidaban los aspectos que hoy calificaríamos de capitalistas, la posición del esclavo mejoró por la sencilla razón de que su trabajo era indispensable para que el sistema funcionase. La marginación social de esta mano de obra era absoluta, pero el orden romano necesita el rendimiento que sólo los esclavos sanos pueden dar. No era menos rentable hacer que tus esclavos se emparejasen (como quien cruza perros o caballos).
La humanización en el trato a los esclavos, atribuida al cristianismo, era en realidad una antigua causa de filósofos paganos como Platón, Aristóteles, Zenón de Citio, Epicúreo, etc., quienes mucho tiempo atrás habían promovido el trato benévolo y afable con los carentes de libertad. El mismo Séneca escribió en cierta ocasión: “Maltratamos a los esclavos como si no fueran seres humanos sino bestias de carga. El esclavo tiene también derechos humanos, es digno de la amistad de los hombres libres, pues nadie es prócer por naturaleza y los conceptos de caballero romano, liberto y esclavo no son sino nombres vacíos acuñados por la ambición o la injusticia”.
Normalmente, llegado a este punto, los desesperados defensores de la actitud cristiana en materia de esclavitud comienzan a presumir de progresistas con el logro de la equiparación religiosa de los esclavos. Pero tan poco esto era ninguna novedad en la época; ni en la religión de Dionisio ni en la Stoa se hacía el menor hincapié en las diferencias de raza, nación, estamento o sexo. En ellas no se hacía diferenciación de señores o esclavos, de pobres o ricos, sino que se tenía en pie de igualdad a viejos y jóvenes, a hombres y mujeres e incluso a esclavos, considerando que todos los hombres eran hermanos e hijos de Dios dotados de los mismos derechos. Que libres y esclavos celebrasen conjuntamente los misterios era algo perfectamente normal en la época imperial.
En el cristianismo, los esclavos gozaron de los mismos derechos sólo en el plano religioso y únicamente durante la Iglesia primitiva. Después, un esclavo ya no podía ser sacerdote. Parece que la primera prohibición a este respecto la promulgó el papa Esteban I en el año 257. Más tarde, León I “el Grande” criticó la ordenación de sacerdotes “que no vengan recomendados por un linaje idóneo”. “Personas que no pudieron obtener la libertad de parte de sus señores acaban ocupando el alto puesto del sacerdocio como si un vil esclavo fuera digno de tal honor”.
El Islam requiere que los esclavos sean considerados y tratados dentro del marco de la hermandad humana universal. Aunque, cabe suponer que, luego, cada hijo de Alá, hace de su capa una chilaba. No obstante, existían estrictos principios obedecidos como ley, por ejemplo. “Quien mate a un esclavo será ejecutado. Quien encarcele y prive de comida a un esclavo será tratado del mismo modo”.
La emancipación de un esclavo también era la expiación legal de ciertas transgresiones o el incumplimiento de las órdenes religiosas como romper el ayuno o un juramento. El Corán ordena: “Quien mate a un musulmán sin querer tiene que poner en libertad a un esclavo creyente y pagar el precio de sangre a la familia de la víctima” (4:92). Un asesinato afecta tanto la sociedad como a la familia de la víctima. El precio de sangre es una compensación para la familia y liberar a un esclavo es una cuenta pagada a la sociedad haciéndole ganar una persona libre.
En general, los musulmanes consideraron la esclavitud como una condición temporal, a diferencia de la civilización Occidental, en donde se sumergió a generaciones enteras en las espirales de la degradación y la desesperación.
Parece ser que la única excepción a la regla fueron los esenios, que prohibían severamente la esclavitud. Por su parte, la Iglesia cristiana propugnó enérgicamente el mantenimiento de la esclavitud. Es más, fue ella la que convirtió en virtud la servil sumisión de las personas no libres.
Pablo exhorta expresamente a las personas no libres a ser obedientes a sus amos. “¿Fuiste llamado a la servidumbre? No te dé cuidado y, aun pudiendo hacerte libre, aprovéchate más bien de tu servidumbre.” Pues lo que en verdad importaba es que el mensaje de Cristo no fuese mal entendido, que la redención de la esclavitud impuesta por el pecado y la culpa no fuese entendida como una especie de carta de libertad universal y que un esclavo no se alzara por encima de sus señores.
Claro, la Iglesia formaba parte de esos señores. De ahí que sus servidores teológicos siempre cuidaran celosamente de que no se malentendiera la «doctrina de la libertad cristiana»: ni por parte de los esclavos; ni por parte de los campesinos de la Antigüedad o en la Edad Media; ni por parte de todos los pobres diablos oprimidos en cualquier época…
Pablo ancló en la interioridad la clave para la solución de la cuestión de la esclavitud. Con este truco se daba gato por liebre a quienes sufrían un suplicio cotidiano y vitalicio, cuyo mayor anhelo, naturalmente, era el de la libertad externa.
En sintonía con Pablo, todo el Nuevo Testamento aboga por el mantenimiento de la esclavitud. “Vosotros, esclavos, aunad la palabra de Dios, sed obedientes a vuestros señores corporales, con temor y temblor, con la sinceridad de vuestro corazón, como si se tratara de Cristo. Desempeñad vuestras obligaciones servicialmente, como si se tratara del Señor.” Exhorta a los esclavos a obedecer en todo a su señor y a vivir según la complacencia de éste, a no contradecir, a no malversar, sino a mostrar más bien plena y auténtica fidelidad. También, en el caso de que los amos no sean cristianos, deben los esclavos respetarlos para no dejar en entredicho al cristianismo y para atraer hacia él a los no creyentes. Pero eso no es todo, se exige la obediencia incluso frente a los amos de carácter duro y el paciente sufrimiento de sus golpes.
Para todo ello, la imagen del Jesús padeciendo en la cruz fue un ejemplo de gran utilidad. Así mismo, la promesa de que los sufrientes heredarían el reino de los cielos sirvió para que los esclavos se conformasen con su mísera situación. ¡Que magnífica herramienta debió resultar el cristianismo para los esclavistas!
La Epístola a los Colosenses (una falsificación bajo el nombre de Pablo) gasta 18 palabras en exhortar a los amos para que traten bien a sus esclavos y 56 en exhortar a éstos a la obediencia frente a aquéllos. En la dirigida a los Efesios (otra falsificación), esta relación es de 28 a 39. En otros tres pasajes sólo hallamos exhortaciones dirigidas a esclavos y criados.
También los escritos cristianos extra-canónicos del siglo II se opusieron enérgicamente a los movimientos de emancipación de los esclavos. Los portavoces cristianos les niegan el rescate con fondos de la caja común y exigen “que no se pavoneen, sino que, en honor de Dios, pongan tanto más celo en las tareas propias de su servidumbre”. A sus señores deben “estarle sujetos en el temor y el respeto, como si fuesen la imagen de Dios”, pues los esclavistas representaban ante sus esclavos al “Señor de los cielos”. A los insumisos les intimidan con la amenaza de que en su día “se morderán convulsamente la lengua y serán atormentados con el fuego eterno”.
Las ordenanzas eclesiásticas de Hipólito establecían como condición para que un esclavo “fuese admitido en el cristianismo” la presentación de un certificado de buena conducta sobre su comportamiento en un hogar pagano. Y hacia 340, el Sínodo de Gangra (en lucha contra la herejía de Eustaquio) decreta excomulgar y anatematizar a todo el que, “bajo pretexto de la piedad”, enseñe a un esclavo a despreciar a su señor, a no servirle dócilmente y “con todo respeto” o a sustraerse a sus obligaciones, decreto éste que pasó también a formar parte del Corpus Juris Canonici (vigente en la Iglesia católica hasta 1918).
Para Tertuliano, la esclavitud es algo connatural al orden del mundo. Los esclavos en cuanto tales son hostiles “por naturaleza”, acechan y espían a través de la hendiduras de paredes y puertas las reuniones de sus propietarios. Es más, Tertuliano compara a los esclavos con los malos espíritus.
En la sección humorística tenemos a San Gregorio de Nisa que predica sobre la manumisión de esclavos durante la Pascua, pero entiende, bajo esa palabra, la liberación del pecado y no de la esclavitud.
San Jerónimo considera a los esclavos gente charlatana, derrochona, calumniadora de cristianos. En sus textos escribe frases como éstas: “Se creen que lo que no se les da, se les quita; piensan únicamente en su salario y no en tus ingresos”. “Para nada tienen en cuenta cuánto tienes tú y sí, únicamente, cuánto obtienen ellos.”
Isidoro, el santo arzobispo de Sevilla, sigue abogando, como todos los de su laya, por el mantenimiento de la esclavitud, tanto más cuanto que ésta es necesaria para refrenar mediante el “terror” las malas inclinaciones de algunos hombres.
En opinión de Ambrosio, el Doctor de la Iglesia, es la esclavitud una institución perfectamente compatible con la sociedad cristiana, en la que todo está jerárquicamente organizado y la mujer, por ejemplo, ocupa una posición claramente inferior al hombre. Pero este príncipe de la Iglesia no quiere ser injusto y sabe destacar los puntos fuertes de la mujer, cuyas “seducciones” hacen caer incluso a los hombres más eximios. Y por más que la mujer carezca de valores, ella es “fuerte en el vicio” y daña la “valiosa alma del varón”. No es difícil imaginar lo que semejante personaje pensaba sobre los esclavos, a quienes tacha globalmente de infieles, cobardes, arteros, de moralmente inferiores y semejantes a la escoria. Para Ambrosio, la esclavitud es muy útil para la sociedad. En pocas palabras: es un bien, un don de Dios. Y donde lo que está en juego es el poder, no cabe exigir lógica alguna; “hay que creer y no es lícito discutir”.
Para Juan Crisóstomo la fe y el reino de los cielos está por encima de todo. De ahí que remita a los esclavos al más allá. Sobre la Tierra, nada les cabe esperar. Es cierto que Dios creó a los hombres como nacidos para la libertad y no para la esclavitud. La esclavitud, es una consecuencia del pecado y existirá mientras pequemos. Con similar argumento explica la servidumbre de la mujer bajo el hombre: Culpa de Eva, por haber tratado con la serpiente a espaldas de Adán. De ahí que el hombre deba dominar sobre la mujer y que “ésta deba someterse a su dominio” y reconocer “con alegría su derecho a dominarla”. “Pues también al caballo le resulta útil contar con un freno”. En resumen, defiende sin ambages el mantenimiento de la miseria: “Si erradicas la pobreza, aniquilas con ello todo el orden de la vida. Destruyes la vida misma. No habría ya ni marineros, ni pilotos, ni campesinos, ni albañiles, ni tejedores, ni remendones, ni carpinteros, ni artesanos del cobre, ni enjaezadores, ni molineros. Ni éstos ni otros oficios podrían subsistir […..] Si todos fuesen ricos, todos vivirían en la ociosidad. Y así todo se destruiría y se arruinaría.”
La esclavitud, según Agustín, concuerda con la justicia. Es consecuencia del pecado, y un componente consustancial con el sistema de propiedad y fundamentado en la desigualdad natural de los hombres. En opinión del obispo de Hipona, ni siquiera en el cielo existe la igualdad, pues también allí “hay, sin duda alguna, grados” y “un bienaventurado tendrá preferencia respecto a otro”. La subordinación del esclavo, al igual que la subordinación al hombre por parte de la mujer, es para Agustín puro designio divino. Con toda energía, se opone a que el cristianismo fomente la emancipación de los esclavos. “Cristo no hizo hombres libres de los esclavos, sino esclavos buenos de los esclavos malos.” La fuga y la resistencia de los esclavos le merecen la más enérgica condena.
Agustín exige de los esclavos una obediencia y una fidelidad humildes. Deben servir de corazón y con buena voluntad a sus señores. No bajo la presión de constricciones jurídicas, sino por pura alegría en el cumplimiento de sus obligaciones, “no por temor insidioso, sino en amorosa fidelidad”. A los amos les permite, en cambio, castigar con palabras o golpes a los esclavos, pero, eso sí, en el espíritu del amor cristiano. Por último, a los esclavos cristianos que, remitiéndose al Antiguo Testamento (a este respecto más progresista que el Nuevo Testamento), solicitan su manumisión tras seis años de servicios, les responde con una brusca negativa.
Las afirmaciones de los apologistas sobre la mejora de la suerte de los esclavos en la época cristiana son absolutamente falsas. La realidad apunta en la dirección completamente opuesta. Algunos ejemplos:
Aunque en los primeros siglos se produjeron ligeros cambios en la legislación del imperio en favor de los esclavos (sobre todo por la influencia estoica y su doctrina de la igualdad de todos los hombres), en el siglo IV se impuso una tendencia de signo opuesto. La confirmación legal de la esclavitud se acentuó después de que el Estado se hiciera cristiano.
Antes, la relación sexual entre una mujer libre y un esclavo conllevaba la esclavización de aquélla. En cambio, una ley promulgada por el primer emperador cristiano el año 326 determinaba con efectos inmediatos que la mujer fuese decapitada y que el esclavo fuese quemado vivo. Las disposiciones contra los esclavos fugitivos fueron endurecidas en los años 319 y 326. En el 332 se declaró lícito atormentar a los esclavos en el curso del proceso.
Mientras que un decreto de Trajano prohibía taxativamente que los niños abandonados fuesen esclavizados bajo una u otra circunstancia, otro promulgado en 331 por Constantino, el santo, decretaba su esclavitud a perpetuidad. Ocasionalmente el clero animó, a las mujeres a depositar delante de las iglesias a los niños nacidos en secreto a los cuales criaba después para convertirlos, mayoritariamente, en esclavos de la Iglesia. El mismísimo san Martín, patrón de Francia y de la cría de gansos, una vez hubo llegado a obispo, mantuvo bajo sí a 20.000 esclavos.
El Estado cristiano llegó a imponer a los señores el deber de la conversión de sus esclavos, aunque para ello hubiesen de valerse también del látigo. A pesar del privilegio, concedido por Constantino, para que la manumisión pudiera efectuarse en el templo. El derecho de asilo fue asimismo limitado en perjuicio de los esclavos. Si un esclavo se refugiaba en una iglesia, el sacerdote debía denunciar el hecho en un plazo máximo de dos días. Si el amo prometía perdón, la Iglesia tenía la obligación de entregárselo. Apenas un año después de concedido y garantizado el derecho de asilo, la Iglesia renegaba de ese derecho frente a los esclavos.
El Sínodo de Elvira permitía que una mujer que hubiese matado a latigazos a su esclava volviese a tomar la comunión después de siete o, en su caso, cinco años de penitencia, «según que la hubiese matado premeditada o fortuitamente». Ese mismo sínodo, en cambio, negaba la comunión de por vida, incluso a la hora de la muerte, a las celestinas, a las mujeres que abandonasen a su marido y se tomaran a casar, a los padres que casasen a sus hijas con sacerdotes paganos; incluso a los cristianos que pecasen repetidas veces contra la «castidad» o que hubiesen denunciado a un obispo o a un sacerdote sin posibilidad de aportar pruebas.
También los mercados de esclavos, en los que éstos se exponían a la vista y se pujaba por personas como si fuesen animales, perduraron bajo el cristianismo. La Iglesia permitía expresamente visitar los mercados para comprar esclavos. Los mismos padres podían poner en venta a sus hijos, y aunque es cierto que el emperador Teodosio prohibió un acto así en 391, fue autorizada de nuevo por la fuerza de las circunstancias. Quien no fuera esclavo él mismo, podía convertirse en esclavista. Sólo los cristianos pobres carecían de esclavos. En los demás hogares vivían, según el patrimonio y la posición, tres, diez o incluso treinta esclavos. Hasta en la misma iglesia, los creyentes ricos aparecían rodeados de sus esclavos.
El precio comercial del esclavo era a veces inferior al de un caballo. En la Edad Media cristiana, el precio de los esclavos rurales se redujo en ocasiones a menos de un tercio y a comienzos de la Edad Moderna, en el Nuevo Mundo católico se llegaron a pagar 800 indios por un único caballo (una prueba de la alta estima que el catolicismo guarda para con los animales).
Tanto más rica se hacía la Iglesia, más le urgía emplear esclavos. De ahí que, siglo tras siglo, impidiese la mejora de la situación legal de éstos. Es decir, que no sólo no luchó contra la esclavitud, sino que la promovió con esmero. Hasta los monasterios tenían esclavos, tanto para las tareas del monasterio, como para el servicio personal de los monjes. Como subraya el teólogo Ernst Troeltsch, “a finales de la Edad Media la esclavitud cobró nuevo auge y la Iglesia no sólo participaba en la posesión de esclavos, sino que imponía legalmente la esclavitud como castigo en las más variadas circunstancias”.
El número de esclavos que poseía una iglesia llegó a ser el elemento determinante de su categoría. El Concilio XVI de Toledo del año 693, en su canon V, indicaba que han de tener presbítero propio las iglesias que tengan 10 esclavos, y ser integradas en otra aquellas que no alcancen esta cantidad.