Las “naves estratosféricas” prometidas alguna vez por Menem no son los únicos vehículos impulsados por la imaginación: desde que comenzaron a utilizarse artefactos voladores para la guerra, el secreto, el miedo y la paranoia llevaron a que muchos fantasiosos y desprevenidos los confundieran con fenómenos atmosféricos poco usuales. Y no sólo eso: a lo largo de la historia de los ovnis se han atribuido las naves misteriosas no sólo a los rusos o a agencias norteamericanas fantasmas, sino a Hitler, a Mussolini y a Franco, en un rapto de inspiración alimentado por las revistas de ciencia ficción y el hambre conspirativa.

Por Pablo Capanna

Si uno tiene la suerte de vivir el tiempo suficiente para presenciar algún tramo de historia, se acostumbra a las sorpresas. Puede llegar a ver cómo los héroes se convierten en villanos para ser luego restaurados y vueltos a cuestionar más tarde, y cómo los grandes pensadores de una generación pasan a ser los canallas de la siguiente, antes de que una nueva camada impugne a sus impugnadores, y así sucesivamente. Estas experiencias permiten desarrollar una buena cuota de escepticismo.

Más de una de esas sorpresas suele brindarla hoy la Red, esa mezcla de biblioteca de Babel con los peores basurales de la mente. Por ejemplo, permite tropezarse con cosas como un editorial de Pravda online del año 2002, que denuncia “los planes de dominación mundial de Estados Unidos”, basados en el desarrollo de inimaginables armas secretas. Uno todavía es capaz de recordar aquellos tiempos en que eso era precisamente lo que la CIA decía de los rusos. Lo peor es que quizás ambos tuvieran razón.

Ocurre que los servicios de Putin andan tras de la pista del misterioso avión Aurora, del cual se dice que sería capaz de volar a más de 6 Mach/h. Algunos aseguran que sus aterrizajes en la base Edwards son tan impresionantes que llegan a activar los sismógrafos. No hay pruebas de su existencia, pero no falta el detalle posmoderno: el avión ya figura en varios juegos de video y es mencionado en algunos bestsellers. Por supuesto, los rusos tampoco se quedan atrás, porque cuentan con el SU2711 y los Mig 29 y 31, que también son capaces de hacer cosas sorprendentes.

Es obvio que cualquiera que viera pasar sobre su cabeza alguno de esos negros aparatos de aspecto triangular o piramidal juraría haber visto un ovni. De hecho ésa es la forma que parecen preferir ahora los ovnis a medida que va quedando obsoleto el aspecto discoidal que ofrecían hace cincuenta años.

Es sabido que desde que comenzaron a utilizarse artefactos voladores para la guerra, el secreto y la paranoia llevaron a que muchos se confundieran con fenómenos atmosféricos poco usuales. Los satélites artificiales, y hasta la Luna y Venus, engañaron a más de uno.

Al compás de la fantasía, a la cual bien temprano se sumó el miedo, en Estados Unidos mucha gente vio naves voladoras al estilo de Julio Verne en 1896. En 1909 hubo una oleada de dirigibles fantasma en Inglaterra y entre 1933 y 1935 se registró otra de aviones no identificados que llegó a inquietar a los militares suecos. Cuando aún estaba fresco el recuerdo de las V2 alemanas, en 1946 todavía se veían cohetes no identificados en Escandinavia. En todos esos años, los aviones misteriosos y los discos volantes pululaban en las revistas populares de aventuras y de ciencia ficción. Pero explicarlo todo por la alucinación de los lectores sería simplista. A veces, detrás de los avistamientos de objetos voladores no identificados pudo haber más de un proyecto militar secreto, según estamos comenzando a entender. Quizá lo que pudo ocurrir es que ficción y realidad se realimentaran mutuamente.

El ovni justicialista

Aquellos que han rastreado la historia de los ovnis desde que en 1947 Kenneth Arnold viera desfilar los primeros cerca del monte Rainer, se encontraron con que la hipótesis de su origen extraterrestre no fue la primera que barajaron los medios, sobre todo en Europa. Con más o menos sensacionalismo, los diarios europeos de la época están llenos de artículos que atribuyen las naves misteriosas no sólo a los rusos o a los yanquis, sino al propio Hitler, refugiado en la Antártida o en el Himalaya.

No faltaban quienes los atribuían a un proyecto de Mussolini y hasta de Franco, que según algunos diarios había presenciado la prueba de un plato volador en Marbella. Con esos antecedentes, era inevitable que no hace tanto alguien dijera que eran alguna de las famosas armas de destrucción masiva de Saddam, para regocijo de Jorge W. Ni siquiera faltó quien los viera revolotear en torno a las Torres, el 11-S.

Por pintorescos que fueran, estos rumores se apoyaban en un proceso real: la apropiación de la tecnología bélica alemana que hicieron los aliados al fin de la segunda Guerra Mundial. Hasta Perón sacó entonces su tajada, trayendo a Ronald Richter para su fantástico proyecto de fusión nuclear en frío de la isla Huemul, y a Kurt Tank para construir esos dos jets, el Pulqui 1 y 2, que hoy se oxidan al sol de la Costanera.

En esos días los rusos se llevaron de Alemania planos, prototipos y enteros equipos técnicos, con los cuales pusieron en marcha la cohetería que los llevaría al espacio y desarrollaron los reactores Mig. Los norteamericanos se quedaron con Von Braun, el cerebro que había desarrollado los misiles de crucero V1 y los balísticos V2, que asolaron Inglaterra. Rusos y norteamericanos dedicaron bastante tiempo a estudiar el avión cohete ME 163 Komet y frustrado bombardero de reacción Me 262. Aquellos otros cohetes en etapas con nombres wagnerianos como Wasserfall (Catarata) y Rheintöchter (Hija del Rin), que en su hecatombe final los nazis no habían logrado producir, inspiraron al cohete Wac Corporal de Von Braun, que dio origen a esos Saturno que acabaron por alcanzar la Luna.

Una persistente leyenda, que algunos atribuyen a un disc jockey sueco, afirma que el plato volador era una de las armas secretas de Hitler, el V7, y que su primer vuelo habría sido observado en Praga el 14 de febrero de 1945.

Más extravagante era aún ese artículo aparecido en el Wiener Echo de Viena el 3 de septiembre de 1954, donde se aseguraba que los platos voladores eran un proyecto que Evita le había confiado a Ronald Richter. Se construían en la isla Huemul, donde el alemán estaba levantando un palacio para recibir a Hitler cuando saliera de su escondite en la Antártida. ¿Habrá que buscar en esos misteriosos proyectos el origen del “avión negro”? ¿Acaso se tratará de esas “naves estratosféricas” que nos prometió alguna vez Menem en un rapto de inspiración? ¿Serán esos los ovnis que se según dicen esconde el Alberto en secretos hangares del Area 51 puntana?

Luces en el cielo

Cuando aparecieron los primeros “platos voladores” en los años de posguerra, los expertos aeronáuticos que fueron consultados por la prensa coincidieron en concebirlos como una cruza de helicóptero con ala volante.

A mediados del siglo XX, ambos diseños tenían su historia. La del helicóptero es conocida, pero también es sabido que el belga Henri Coanda y los alemanes Josef Epp y Rudolf Schreiver ya habían hecho experiencias con discos volantes a comienzos de la guerra.

En los Estados Unidos se producía desde 1942 el XF5V “Pancake” (panqueque), el cual quizá por pertenecer a la Marina tenía forma de galleta marinera. El avión era casi todo ala, tenía dos motores y despegaba de forma vertical. Cuando aparecieron los primeros ovnis aún era secreto, pero todavía estaba en servicio. Luego se dijo que había dejado de fabricarse cuando la turbina reemplazó a la hélice.

Descendiente del planeador, el ala volante era una patente alemana de Hugo Junkers que se remontaba a 1910. Con ese diseño, Aleksander Libbisch había diseñado el Me 163 Komet, un cohete monoplaza tripulado que hostigaba a los bombarderos aliados, aunque su carga se agotaba enseguida y tenía que acabar su corto vuelo planeando. Libbisch fue llevado a Estados Unidos, donde trabajó para los militares, fue consultor de Northrop y fundó su propia empresa, antes de morir en 1976.

El ala volante por excelencia era, sin embargo, el Nurflügel de los hermanos Walther y Reimar Horton. Tenía la forma de una medialuna, con la cabina entre los dos reactores, aunque no estaba pensado para alcanzar velocidades supersónicas. Los norteamericanos se llevaron algunos prototipos y sus servicios de inteligencia rastrearon toda Europa hasta dar con los hermanos Horton y trasladarlos a Estados Unidos en la famosa “Operación Paperclip”. Otros modelos cayeron en manos rusas y probablemente inspiraron proyectos análogos.

El Area 51

Entre los proyectos secretos que han sido desclasificados por el gobierno de los Estados Unidos, cuando ya cumplían cuarenta años y eran más que obsoletos, el menos secreto de todos es el Avrocar, un plato volador que empezó a fabricar en Canadá la empresa británica Avro a partir del año 1950. De hecho, las revistas (Look en 1953 y Mecánica Popular en 1958) ya le habían dado cierta publicidad.

El Avro VZ9V era un proyecto comercial que comenzó a desarrollarse en la planta A. V. Roe de Toronto. Su aspecto era el del típico plato volador; un disco que rotaba y se elevaba verticalmente, con una cabina central. Detrás de su diseño estaba el ingeniero alemán Richard Miethe, que aparentemente ya había intentado construirlo en Alemania. Se decía que Miethe había trabajado en la base de los cohetes V2 de Peenemünde, aunque Von Braun y Oberth lo negaban. También corría el rumor de que los rusos habían desmantelado su fábrica de Breslau para llevársela.

Unos años más tarde, Avro abandonó el proyecto, tras explicar que el vehículo había sido un fracaso: apenas había logrado despegarse unos centímetros del suelo. Algo extraño, si se piensa que el aparato aspiraba a desarrollar una velocidad de 3,40 Mach, más que cualquiera de los jets de entonces. Sin embargo, en 1953 el “Proyecto Y” fue adoptado por la Usaf con el nombre clave Silverbug (bicho plateado). Se lo radicó en la base Wright Patterson, hacia donde fueron transferidos los hermanos Horton y Miethe. Más tarde la Fuerza Aérea dijo que había sido otro fracaso y hasta mandó un prototipo a un museo de Virginia. Pero a pesar de que el proyecto original fue desclasificado en 1995 y se puede consultar en Internet, el programa no se canceló y su evolución posterior sigue siendo secreta. Habrá que esperar unos cuantos años para enterarnos de qué ocurrió con él. Así y todo, algunos espectaculares ovnis avistados en las cercanías de la famosa Area 51 de Nevada han sido atribuidos a las pruebas del Silverbug.

El ala volante

Las alas volantes Nurflügel tuvieron descendencia en los Estados Unidos. En los ’50, la empresa Northrop (para quien trabajaba Lippisch) produjo el bombardero XB35, esa enorme ala volante impulsada por cuatro hélices dobles que aparecía en la película La Guerra de los Mundos (1953) arrojando sin éxito una bomba atómica sobre los marcianos.

Un descendiente del “panqueque” naval fue el Flounder (“lenguado”), un disco impulsado por motores de reacción, cuyo desarrollo se inició en 1948. Recientemente desclasificado, era prácticamente un plato con dos cortos timones verticales, capaz de desarrollar grandes velocidades, y pudo haber sido responsable de muchos supuestos ovnis.

En 1960 un avión espía U2 norteamericano fue abatido en la U.R.S.S. y los rusos decidieron instalar misiles en Cuba, y toda la tensión desembocó en la crisis política de 1962. Los estrategas yanquis pusieron entonces en marcha el proyecto Ox Cart (“Carreta de bueyes”), que apuntaba a lograr alturas y velocidades mayores, y eventualmente a hacer que los aviones fueran invisibles al radar.

El resultado fue el SR71 Blackbird, también de ala delta y capaz de alcanzar una velocidad de casi 4 Mach. Entró en servicio en 1962, fue blanqueado por Johnson en 1964, y por treinta años no tuvo rivales.

La otra ala delta fue el bombardero Northrop B2 Spirit, que comenzó a volar en 1989. Era la versión sofisticada del Nurflügel, diseñada por el propio Lippisch, de aspecto bastante aterrador. Más recientes son los aviones con alas de geometría variable, invisibles al radar, como el F117 A Stealth, y el misterioso Aurora, que por ahora nadie admite poseer.

Alucinacion colectiva

En 1999, gracias a la ley de libertad de información, también salió a luz uno de los proyectos más increíbles, que había sido mantenido en secreto por décadas tras haber sido clasificado como “agujero negro”.

Se trataba del LRV o Vehículo Lenticular de Reingreso, que comenzó a desarrollarse en 1962 en la base Wright Patterson, uno de los sitios legendarios de la aeronáutica militar. No sabemos si entró en servicio, pero el proyecto existe y circula la leyenda de que un LRV se estrelló en Australia en 1966, de modo que bien pudo haber sido visto en otras partes.

El LRV era un bombardero orbital, impulsado por cohetes multifase del tipo Saturno y preparado para emplear los cohetes nucleares que entonces estaban en desarrollo.

Era un vehículo casi circular, con cuatro tripulantes, capaz de arrojar cuatro bombas nucleares sobre la U.R.S.S. y regresar. En caso de emergencia, el módulo frontal se desprendía y descendía en paracaídas con toda su tecnología vital, para evitar que cayera en manos enemigas. Es probable que el desarrollo de los misiles inteligentes lo volviera obsoleto, pero no cabe duda de que cualquiera que se cruzara con él habría creído que había visto una nave del espacio.

Todas estas cosas ocurrían hace más de cuarenta años quizá sobre nuestras cabezas, cuando muchos lectores de esta página aún no habían nacido. ¿Qué mejor cobertura cabía imaginar que fomentar la leyenda de las naves extraterrestres mientras se gastaban gigantescos presupuestos en armas que por suerte nunca se llegaron a usar? Basta pensar en el mito de Roswell, del cual hay tantas versiones, entre oficiales, semioficiales y fantásticas.

En 1955, los autores del proyecto Silverbug se tomaban el trabajo de precisar que eso no tenía nada que ver “con la ciencia ficción y los platos voladores”. Los “platos”, ¿eran la causa o bien el efecto?

Como suele ocurrir, en este proceso no hubo una causalidad lineal sino una compleja interacción de fantasía, tecnología y poder. Tanto la nave extraterrestre como el icono del “plato volador” nacieron en las revistas de ciencia ficción, y en sus comienzos se inspiraron en globos y dirigibles. La imagen de la nave lenticular influyó luego en la imaginación de los inventores, y en algún momento sus proyectos fascinaron a los militares, que andaban en busca del arma final: otra fantasía nacida de la ciencia ficción.

El secreto de las pruebas alimentó el mito de los visitantes del espacio e hizo crecer leyendas como Roswell y el Area 51, presumiblemente alentadas por los servicios de inteligencia. Al punto que llegaron a escaparse de control y para nuestro tiempo parecen haberse pasado decididamente al terreno del esoterismo. Claro que si usted cree que durante medio siglo lo han estado tomando por estúpido, no estará lejos de la verdad. Incluso puede que sigan haciéndolo.

Fuente:

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/futuro/13-1571-2006-10-14.html