LA CIENCIA POR GUSTO: UNA BUENA COLUMNA DE UN AMIGO

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Columna semanal SALUDOS

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MILENIO DIARIO


La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Ciencia, seudociencia y el criterio de Heisenberg

19-octubre-05



La vida tiene curiosas contradicciones. Una la viví en el 14o Congreso
Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica, que se llevó a cabo la
semana pasada en Morelia, Michoacán. En el local destinado al congreso nos
reunimos decenas de comunicadores de la ciencia del país y de varias
naciones iberoamericanas a discutir las mejores maneras de llevar a cabo
nuestra labor: poner el conocimiento y la cultura científica al alcance del
público. Y al mismo tiempo, en el teatro de al lado, se presentaba el
notorio experto en ovnis Jaime Maussan con una conferencia titulada "La
profecía" ("los mayas lo sabían, los tiempos se están cumpliendo, tú serás
testigo").

El contraste era curioso precisamente porque en el Congreso de Divulgación
se estuvieron discutiendo lo problemas de cómo promover el pensamiento
científico en contra de seudociencias y charlatanerías que abusan de la
credibilidad del público para despojarlo de su dinero (y muchas veces de su
salud).

El contraste, aunque curioso, no es demasiado sorprendente: basta hojear
cualquier diario para encontrar, junto a la sección de ciencia -si es que
existe-, una página dedicada a los horóscopos. Pero, como también se
discutió en el congreso, ¿qué tanto derecho tenemos los comunicadores de la
ciencia a descalificar a otras formas de conocimiento distintas de la ciencia?

Depende de dos cosas: de cómo se presenten y de qué digan. Ideas como las
de Maussan, o las de Walter Mercado, o las de los expertos en niños índigo?
podrían quizá ser aceptables como mero entretenimiento, aún a pesar de que
no existe evidencia confiable de que existan los visitantes
extraterrestres, las predicciones astrológicas ni los niños índigo.

Pero en el momento que se presentan como opciones científicamente válidas
-como ciencia- se convierten en fraudes. Y más si tomamos en cuenta que
invariablemente quienes las promueven lo hacen cobrando una cuota, algo que
inmediatamente hace sospechar que se trata más de un negocio que de la
promoción desinteresada de formas alternativas de conocimiento frente a la
supuesta cerrazón de la comunidad científica. (Compárese, por ejemplo, la
muy distinta y mucho menos mercantil actitud de quienes promueven la
conservación de diversas tradiciones, de los auténticos ecologistas o de
los promotores de la medicina autóctona.)

¿Cómo distinguir entre la ciencia auténtica, que produce conocimiento
confiable -y aplicable- acerca de la naturaleza, y sus imitadores
fraudulentos? La respuesta quizá puede hallarse en una maravillosa obra de
teatro que se presentó en los días previos al congreso de Morelia. Se trata
de Copenhague, de Michael Frayin, que pudimos disfrutar en una excelente
lectura dramatizada. Entre las muchas aristas que aborda esta obra maestra
de teatro con tema científico, está el notorio pragmatismo de Werner
Heisenberg, uno de los tres personajes y fundador de la mecánica cuántica.

Discutiendo con Neils Bohr, su maestro y amigo, quien lo recriminaba por la
a veces excesiva audacia con la que tomaba decisiones o saltaba a
conclusiones científicas arriesgadas, Heisenberg se justificaba con un
único argumento: "¡Funcionó!".

Y en efecto: más allá de todas las discusiones ideológicas o filosóficas
que puedan tenerse acerca de la superioridad de la ciencia frente a otras
formas de adquirir conocimiento, siempre queda de manifiesto el hecho de
que, al aplicar el conocimiento científico, éste ¡funciona! Los aviones
vuelan, las vacunas protegen, los antibióticos curan, los teléfonos
celulares funcionan (bueno, no exageremos).

El punto es que, por desagradable que parezca, este argumento pragmatista,
práctico, es algo de lo que no pueden presumir muchas otras disciplinas que
quisieran hacerse pasar como ciencias.

Y es precisamente la utilidad práctica del conocimiento científico lo que
muchas veces nos permite decidir cuándo una charlatanería puede ser no sólo
deshonesta, sino lo suficientemente peligrosa como para oponerse
activamente a ella. Hasta el momento, afortunadamente, las marañas
conceptuales que vende Maussan no hacen mayor daño que despojar a su
audiencia de su dinero y de su tiempo. Y quién sabe, ¡a lo mejor hasta
puede resultar divertido escucharlo!

<mailto:mbonfil@servidor.unam.mx>mbonfil@servidor.unam.mx





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Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM

email: mbonfil@servidor.unam.mx

Universum, Edificio A, tercer piso,
Circuito Cultural, Ciudad Universitaria, México D. F.

** Consulta El Muégano Divulgador,
** boletín para divulgadores de la ciencia, en:
** http://www.dgdc.unam.mx/muegano_divulgador/

***La columna "La ciencia por gusto", de Martín Bonfil Olivera, aparece los
miércoles en el periódico Milenio Diario********
[El Cristianismo es] la creencia de que un zombie cósmico judío que era su propio padre puede hacerte vivir para siempre si comes simbólicamente su cuerpo y le dices telepáticamente que lo aceptas como tu amo, para que él pueda remover una fuerza maligna
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HOLA: LES ENVÍO LA COLUMNA DE ESTA SEMANA

SALUDOS

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MILENIO DIARIO



La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Norberto Rivera y el petate de Frankenstein

26-octubre-05



Cuando Mary Shelley escribió en 1816 su novela Frankenstein, probablemente
no imaginó que estaba creando un icono que casi dos siglos después seguiría
sirviendo para asustar sobre los "peligros" de manipular a la naturaleza.
La moraleja del libro podría resumirse así: si interfieres con las leyes
naturales, sufrirás consecuencias terribles.

Al menos, esa es la moraleja obvia, porque hay otra, menos evidente: lo
realmente malo en la creación del ambicioso Víctor Frankenstein no son los
daños que ocasiona su criatura fuera de control, sino el hecho mismo de
haber osado violar el orden natural al crear vida, algo reservado sólo a
los dioses.

Esta misma agenda oculta parece estar también detrás del actual debate
sobre la eutanasia en nuestro país. A partir de la iniciativa de crear una
instancia legal que regule las solicitudes de enfermos terminales que
deseen poner fin, en forma voluntaria y humanitaria, a sus vidas (decisión
personal que cualquiera que haya visto la excelente cinta Mar adentro
debiera ser capaz de entender y respetar), se han levantado voces
opositoras, en particular la de la iglesia católica.

El cardenal Norberto Rivera mencionó incluso la posibilidad de convocar a
la desobediencia civil (por más que posteriormente se negara el hecho) si
se aprobaba tal medida. Se defiende así la tramposamente llamada "cultura
por la vida" (como si todo aquel que discrepara de la dogmática oposición
vaticana a la simple posibilidad de decidir sobre los usos de su cuerpo
-anticoncepción, aborto, orientación sexual, la eutanasia misma- defendiera
una "cultura de la muerte").

Desde luego, en el fondo se trata de un asunto ético. Pero también de
salud, por lo que la posible legislación sobre eutanasia debería estar
basada en el conocimiento que aporta la ciencia médica. Lamentablemente,
los argumentos que los opositores han esgrimido no ya contra la eutanasia,
sino contra la mera posibilidad de discutirla, son terriblemente pobres. Se
reducen a afirmaciones como que "no nos está dado" intervenir en la
terminación de la vida de un enfermo, o que "no se debe violar el orden
natural".

Son además argumentos falaces, pues se basan en la idea de que existen
"leyes naturales" que pueden ser violadas, aunque pagando con funestas
consecuencias. Si bien en ciencia se habla de "leyes" (como la de la
gravedad), se trata más bien de generalizaciones sobre el comportamiento de
la naturaleza. No sólo no pueden violarse, sino que no fueron impuestas por
ninguna autoridad que nos castigue si lo hacemos.

Detrás de la idea de que hay un "orden natural" que no nos está dado
trascender están dos concepciones filosóficas relacionadas: el vitalismo y
el esencialismo. El primero supone que los seres vivos lo estamos gracias a
una fuerza vital que nos anima, y que está presente ya desde el momento
mismo de la fecundación. El esencialismo supone, a su vez, que las cosas
-incluyendo los seres humanos- tienen esencias que los hacen ser lo que son.

La ciencia moderna, por su parte, nos dice que los seres vivos son producto
de un proceso de construcción paulatina: van surgiendo a partir de la
fecundación y se van convirtiendo paulatinamente en humanos. Y así mismo,
al morir no se pierde una "esencia" humana, ni la muerte es un proceso en
el que no nos esté dado intervenir (sobre todo si de aliviar el sufrimiento
se trata).

La ciencia no puede estar ni a favor ni en contra de la eutanasia, pero sí
puede estar abiertamente a favor de la posibilidad de discutir el tema, y
puede refutar los argumentos esencialistas y vitalistas con los que se
pretende asustar a los ciudadanos para evitar la discusión. No hay ninguna
"ley natural" que nos impida intervenir en los procesos vitales para ayudar
a quien lo necesite.

La iniciativa sobre la eutanasia no pretende obligar a nadie, sino permitir
que quien lo necesite pueda recurrir a ella. Y es en ese sentido que la
ciencia puede apoyarla. La ciencia bien entendida ve al ciudadano como un
adulto capaz de tomar sus propias decisiones informadas, en el marco de la
legalidad. Pareciera que la iglesia lo ve ya no como un niño, sino como una
oveja que requiere de un pastor que la guíe. Nos quieren asustar con el
petate de Frankenstein.

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HOLA:

Les envío la columna de esta semana.

Saludos

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MILENIO DIARIO


La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
La cultura de la muerte


Al parecer, este columnista tendrá que retractarse de algo que afirmó la
semana pasada.

En efecto: al comentar algunos argumentos esgrimidos, en nombre de la
llamada "cultura de la vida", contra la posibilidad de discutir siquiera
temas como la eutanasia, el aborto o la anticoncepción, afirmé que no
existía una la supuesta "cultura de la muerte".

Como es evidente en estas fechas, estaba yo completamente equivocado: por
supuesto que existe una cultura (sin comillas) de la muerte, y
especialmente en nuestro país es parte de nuestras tradiciones más
arraigadas y disfrutables. Las encantadoras calaveritas de azúcar, el pan
de muerto, el cempasúchil, las ofrendas& en todo ello la muerte está
presente, no sólo como el final de la vida, sino como parte integral y
central de ella.

En cambio, desde el punto de vista estrictamente científico, la muerte es
simplemente la terminación de ese complejísimo proceso que llamamos vida.

Para el biólogo, hablar de la muerte implica hablar de la vida. Y quizá la
definición misma de vida es una de las cuestiones que más problemas causan
en biología (sobre todo cuando se confronta con visiones distintas de la
científica). La visión tradicional, como comentábamos aquí la semana
pasada, es vitalista: concibe a la vida como una propiedad esencial e
inmaterial (influjo, fuerza, espíritu), distinta de la materia que conforma
a los organismos vivos.

Esta idea es convincente precisamente porque coincide con lo que vemos
cotidianamente. Cuando alguien muere, sobre todo si es por causas
"naturales" (y no, por ejemplo, en un accidente), el aspecto del cadáver
suele ser exactamente igual al de la persona viva& excepto porque ya no
está viva. Como si lo único que se hubiera perdido fuera ese "algo" que
mantenía animado al cuerpo.

¿Qué puede decir, en cambio, la ciencia? Bueno& muchas cosas. A partir
sobre todo de los conocimientos aportados por la unión de la química y la
biología, a fines del siglo XIX, y sobre todo con el nacimiento de la
biología molecular a mediados del XX, lo que antes parecía un problema
inabordable hoy es básicamente una cuestión resuelta. Hoy puede decirse,
con toda certeza, que conocemos con gran detalle las bases del
funcionamiento (nótese la palabra) de los organismos vivos y de las células
vivas que los componen. Incluso hemos llegado a producir artificialmente, a
partir de sus componentes, virus que son capaces de infectar células y
llevar a cabo sus procesos vitales dentro de ellas. Y no pasarán muchas
décadas, seguramente, antes de que alguien logre "fabricar" una célula viva
a partir de sus componentes inanimados.

Y sabemos con toda seguridad que dicho funcionamiento es producto de la
interacción de un número colosal de moléculas biológicas (entre las que
destacan las proteínas y los ácidos nucleicos), diseñadas por la selección
natural, a lo largo de millones de años de evolución, con más detalle y
precisión de los que podría imaginar el biotecnólogo más audaz, y
trabajando juntas en forma coordinada. La genética, la biología molecular
de la célula y la fisiología moderna son aventuras que permiten comprender
hoy a profundidad el fenómeno maravilloso, sí, pero no inexplicable, de la
vida.

Y sin embargo, todavía hoy un biólogo no puede explicar detalladamente qué
es precisamente lo que hace que el cadáver reciente sea tan absolutamente
distinto del organismo vivo que existía hacía sólo unos momentos. Aunque sí
estamos seguros de algo: no se trata de un misterio, sino de un simple
(paradójicamente) problema de complejidad. Algo así como la imposibilidad
de predecir el comportamiento del clima o de los embotellamientos de
tránsito, sólo que mucho más complicado.

De modo que estas dos culturas de la muerte (la tradicional, con sus bellas
costumbres y ritos que nos ayudan a enfrentar una etapa inevitable de la
vida que sigue siendo misteriosa, y la científica, con sus grandes avances,
explicaciones y aplicaciones) aunque son distintas, no necesitan ser
incompatibles. Sólo hay que saber cuál de ellas es la más pertinente cuando
se trata de confortar a quienes han sufrido una pérdida, o cuando, en
cambio, se trata de decidir sobre los derechos de los ciudadanos a tomar
decisiones sobre su propia vida. Feliz Día de Muertos.

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Columna de esta semana. Saludos.

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La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
La ciencia como cultura

9-noviembre-05



Si aceptamos la definición de cultura como el conjunto de productos de la
actividad humana, resulta que todo es cultura. Y si todo es cultura, la
idea de que hay que "fomentar la cultura" resulta un poco absurda.

Por ello conviene adoptar una definición más limitada, que reconoce que
pueden existir diversas "culturas" relacionadas con las distintas áreas de
la actividad humana. Habría así cultura musical o del deporte, cultura
mexicana y cultura francesa. Y, por supuesto, cultura popular y "cultura
culta", a la que normalmente nos referimos cuando pensamos en institutos de
bellas artes o en consejos y secretarías de cultura.

Se acepta que esta última cultura debe difundirse entre la población. En
primer lugar porque no está difundida: se supone que la mayor parte de los
ciudadanos no tiene acceso a ella. Y en segundo, porque se trata de un
producto valioso de la actividad humana que nos permite enriquecer nuestra
existencia y nos produce disfrute. (En cambio, a la cultura popular hay que
"defenderla", pues aunque está presente en todos los pueblos, tiende a
desaparecer para ser sustituida por culturas importadas a través de la
televisión y otros medios de penetración cultural.)

Desde este punto de vista, se puede entonces hablar de una "cultura
científica": el conocimiento de la ciencia, sus métodos, su manera de
pensar y la visión del mundo que nos proporciona.

¿Quiénes debieran tener una cultura científica? Los científicos, por
supuesto, pero no sólo ellos: la cultura científica no debiera estar
restringida a quienes se dedican profesionalmente a la ciencia, sino que
tendría que formar parte de la cultura general de toda la población.

Las razones son muchas. Algunas son prácticas: la ciencia es nuestra fuente
más confiable de conocimiento acerca de la naturaleza. El conocimiento
científico nos permite no sólo entender el mundo que nos rodea, sino
también modificarlo e intervenir en él con un alto grado de éxito. La
aplicación de este conocimiento ha mejorado el nivel de vida de los
ciudadanos a un grado que no ha logrado ninguna otra concepción del mundo o
vía de conocimiento. Una cultura científica resulta indispensable para que
el ciudadano no científico comprenda cabalmente el mundo actual y pueda
darle sentido a los constantes avances científicos y tecnológicos que cada
día transforman nuestras vidas. Y no sólo eso: a través de ella, los
ciudadanos podemos también responsabilizarnos sobre el rumbo que tome la
ciencia y la manera en que se aplique. La democratización del conocimiento
científico es otra de las ventajas de una cultura científica popular.

Pero hay razones más abstractas para fomentar una amplia difusión de la
cultura científica entre la población general. Y curiosamente, son muy
similares a las que impulsan a todas las otras formas de difusión cultural.
¿Por qué, por ejemplo, hacemos exposiciones de pintura y escultura,
funciones de danza o teatro, editamos libros de literatura o poesía?
Simplemente porque son manifestaciones de la creatividad humana valiosas en
sí mismas que hacen que nuestra vida sea más rica, y porque los ciudadanos
merecen y tienen derecho a tener acceso a ellas.

Aunque por desgracia muchas veces se piensa que la cultura científica se
opone de alguna forma a la cultura artística y humanística, lo cierto es
que tanto el arte y las humanidades como la ciencia, como formas de
cultura, nos dan más opciones a la hora de pensar, actuar, decidir y
comprender nuestras vidas.

El pasado lunes, la Universidad Nacional Autónoma de México entregó los
estímulos con los que anualmente reconoce la labor de sus académicos
destacados.

Entre ellos, dos divulgadores científicos fueron reconocidos en el área de
creación artística y extensión de la cultura. Uno de ellos fue el ingeniero
José de la Herrán, quien recibió el Premio Universidad Nacional por una
labor de décadas dedicada a poner la cultura científica y tecnológica al
alcance de todos. El otro fue un servidor, que tuvo el honor de recibir la
Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos. Ambos
reconocimientos señalan un logro importante: la aceptación de la cultura
científica como parte de la amplia labor de difusión cultural, parte de las
labores sustantivas de la universidad nacional y de nuestros valores
nacionales. Desde aquí comparto mi satisfacción y mi renovado compromiso
con esta gozosa labor.

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Pues como siempre, aquí les posteo la columna semanal.

SALUDOS

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La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
La batalla contra la credulidad

16-noviembre-05



La ciencia podría quizá definirse como una lucha constante contra la
credulidad.

En efecto: aunque el ideal de objetividad ha sido abandonado por la mayoría
de los filósofos de la ciencia -aunque no necesariamente por los
científicos mismos-, el pensamiento científico se ha caracterizado siempre
por un compromiso con la realidad: la convicción de que mediante la
investigación rigurosa puede conocerse algo acerca de cómo es el mundo que
nos rodea. Al mismo tiempo, el científico reconoce que puede engañarse, y
hace todo lo que esté a su alcance para evitarlo.

El credo de los científicos es precisamente que gracias a este compromiso
escéptico, base del llamado método científico (no confundir con la receta
de cocina que se enseña en las escuelas), la ciencia evita ser
autocomplaciente y se ha convertido en nuestra forma más confiable y
poderosa de obtener conocimiento sobre la naturaleza.

Sin embargo, el método científico moderno, con sus mecanismos
autocorrectores, es resultado de un continuo proceso histórico que ha
durado siglos (de hecho, según algunos filósofos, es continuación de una
evolución que puede rastrearse a la aparición de los primeros seres vivos,
que ya requerían, para sobrevivir, de información confiable sobre su
entorno). No es fácil ser riguroso, y a veces cuesta trabajo abandonar el
pensamiento cotidiano, en el que caben suposiciones infundadas como la de
que basta con desear algo para que ocurra.

Es precisamente gracias a este tipo de pensamiento esperanzado (whishful
thinking), entre otras cosas, que los profesionales de la credulidad pueden
medrar, vendiendo no sólo ilusiones, sino defraudando a sus clientes al
ofrecerles, por supuesto siempre mediante un pago, pociones, talismanes,
conjuros y demás métodos que supuestamente garantizan el fácil cumplimiento
de sus deseos.

Y precisamente por ello es loable la reciente iniciativa de la Cámara de
Senadores de aprobar, la semana pasada, un punto de acuerdo en que se
solicita que la Secretaría de Gobernación informe sobre la abundante
publicidad que videntes, adivinos, psíquicos y curanderos y demás fauna
presentan en los medios, y de las medidas que se están tomando para
retirarla. Con ello se aborda un viejo problema: que los servicios que
ofrecen estos personajes constituyen una forma de fraude (según el artículo
387 del Código Penal).

La iniciativa quizá provoque un debate sobre el derecho que tienen estas
personas a mantener sus creencias. Desde luego, el problema no es ese, sino
que lucren con ellas para engañar a los ciudadanos, muchas veces impidiendo
incluso que recurran a verdaderos especialistas para buscar solución a
problemas de salud, familiares, psicológicos, económicos o de trabajo.
(Alguna vez una astróloga se molestó por un comentario que hice en este
espacio: afirmaba que al decir que la astrología es una seudociencia le
causaba yo un perjuicio profesional... Tal vez. Pero no tendría ese
problema si vendiera un producto legítimo.)

La situación de la ciencia en México no es óptima: hemos sido calificados
negativamente en evaluaciones internacionales, y las metas prometidas de
aumentar la inversión en ciencia hasta llegar al 1 por ciento del Producto
Interno Bruto se han convertido, predeciblemente, en una disminución desde
el 0.42 hasta un 0.33 por ciento para el año próximo. Si quisiéramos tener
alguna oportunidad de que nuestro país salga del subdesarrollo habría que
fomentar el crecimiento de un verdadero y vigoroso sistema
científico-tecnológico-industrial.

Y sin embargo, al compararnos con nuestro poderoso vecino del norte,
podemos tener alguna esperanza. En Kansas las corrientes religiosas más
retrógradas logran imponer la enseñanza de dogmas religiosos (el
creacionismo travestido de diseño inteligente) como parte de los cursos de
biología evolutiva, lo cual hace pensar que peligra el futuro de esa nación
como líder en ciencia y tecnología. Congratulémonos de que, al menos, los
legisladores mexicanos todavía sean capaces de distinguir el verdadero
pensamiento científico de las charlatanerías y seudociencias que, como dice
el punto de acuerdo del Senado, "lucran con la ignorancia o la
desesperación de la gente por solucionar sus problemas de una manera
fácil". Enhorabuena por la medida; ojalá se materialice en acciones concretas.

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Columna de esta semana. Saludos

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Miércoles 23-noviembre. Actualización 04:38 Hrs.

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Ciencia, Estado e Iglesia

23-noviembre-05



Ya cansa el lugar común: "Al César lo que es del César..." Pero las
relaciones entre las iglesias -en particular, en países como el nuestro, la
católica- y otras poderosas instituciones sociales, como el Estado o la
ciencia, siguen provocando polémica.

Es notoria, por ejemplo, la enérgica campaña que El Vaticano está
impulsando en toda Iberoamérica con el fin de recuperar presencia pública y
poder político. En México, las constantes declaraciones de los jerarcas en
el sentido de que "defenderán el derecho de la Iglesia a opinar", de que
efectuarán talleres de voto -acercándose peligrosamente a la línea
violatoria de la ley- o de que "es necesario que la Iglesia cuente con
medios de comunicación masiva", muestran que están en pie de lucha.

Paralelamente al tema electoral, otro frente en que tradicionalmente la
Iglesia ha intentado obtener más espacios es el educativo. La propuesta de
incluir clases de religión (¿sólo de la católica?) en las escuelas públicas
puede resultar inquietante en un Estado laico. ¿Conviene basar la enseñanza
en creencias religiosas o en el conocimiento científico? Afortunadamente la
Constitución, en su artículo tercero, es clara: la educación que imparta el
Estado "será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a
cualquier doctrina religiosa". Y no olvidemos que los puntos de vista del
catolicismo con frecuencia se contraponen diametralmente con los de la
ciencia, sobre todo en temas como clonación, aborto, anticoncepción,
eutanasia, terapia genética y con células madre... Podemos felicitarnos de
que lo que en nuestro país se esté discutiendo moderadamente sea la
posibilidad de incluir la religión en la escuela, mientras que en España
hay movilizaciones masivas y declaraciones agresivas en contra de que las
clases de religión ¡dejen de ser obligatorias!

El tema puede discutirse, claro. Al respecto, es interesante contrastar con
lo que sucede en Estados Unidos, donde la derecha fundamentalista "en este
caso, protestante" ha logrado una penetración brutal en el sistema
educativo. Su triunfo más notorio es la inclusión de la teoría
seudocientífica del diseño inteligente (la vieja idea creacionista de que
es imposible que surjan estructuras adaptativas complejas como las que
presentan los seres vivos sin la intervención de un diseñador) en el
currículum de las escuelas en Kansas.

Recientemente la revista Science le solicitó al biólogo Antonio Lazcano
Araujo, profesor de la Facultad de Ciencias de la UNAM y reconocido
especialista en origen de la vida, un texto sobre la enseñanza de la
Evolución en México. En él, Lazcano comenta lo sorprendente que resulta
para muchos estadunidenses que en un país tradicionalmente católico como
México la teoría darwinista de la evolución por selección natural no sea,
como en el suyo, fuente de constantes debates y discusiones.

Para encontrar la respuesta al aparente dilema, Lazcano explora la historia
de la biología evolutiva en México: lejos de crear conflicto, la enseñanza
de la evolución cuenta con una gran tradición en nuestro país. Muestras de
ello son los trabajos del famoso naturalista don Alfonso L. Herrera, a
principios del siglo XX; los murales de Diego Rivera, que muestran a
Charles Darwin, y la moderna enseñanza de la evolución (y de las teorías
sobre el origen de la vida, consecuencia del pensamiento darwinista) como
parte de todas las carreras de biología.

Lazcano atribuye la ausencia de oposición a la enseñanza de la Evolución en
México a características propias del catolicismo, que a diferencia de
muchas doctrinas protestantes, no exige una interpretación literal de la
Biblia. Sin embargo, se preocupa de que la creciente penetración del
protestantismo en nuestro país provoque conflictos como los que viven los
Estados Unidos.

Nuestra Constitución especifica que el criterio que orientará a la
educación pública "se basará en los resultados del progreso científico,
luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los
fanatismos y los prejuicios". Ante las muchas veces razonables exigencias
de libertad religiosa, habrá que defender una distinción clara entre
creencias religiosas y conocimiento científico. Como concluye Lazcano en su
artículo, habrá que buscar la manera de dar al César lo que es del César, a
dios lo que es de dios... y a Darwin lo que es de Darwin.

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MILENIO DIARIO



La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Inteligencia microbiana

30-noviembre-05



La definición de inteligencia ha ocupado a los filósofos durante largo
tiempo. Después de todo, en la concepción tradicional, es nuestra
inteligencia (o nuestra racionalidad, concepto muy relacionado) lo que nos
distingue de los demás animales y nos define como especie.

Sin embargo, en las últimas décadas el concepto de inteligencia se ha ido
haciendo más flexible; se ha relativizado. Si consideramos a la
inteligencia como la capacidad para resolver problemas (una definición
práctica), tendremos que aceptar que la presentan muchas otras especies de
seres vivos, cuya gama abarca los cinco reinos, desde bacterias hasta
plantas y animales, pasando por protozoarios y hongos.

Hay de problemas a problemas, claro: no es lo mismo resolver una ecuación
de segundo grado que simplemente tener la capacidad de encontrar alimento.
En un sentido puramente biológico (punto de vista adecuado para la casi
totalidad de las especies existentes, excepto unos cuantos monos
antropoides, incluyendo al ser humano), el único problema que tienen que
resolver los seres vivos es el de asegurar su propia supervivencia y la de
sus descendientes. Y para resolverlo, cualquier recurso vale, con tal de
que funcione.

¿Es siempre necesaria la inteligencia para resolver un problema? No: si
consideramos un problema sencillo, con sólo dos respuestas, esperaríamos
que, con sólo reaccionar al azar, un organismo fuera capaz de encontrar la
respuesta correcta un 50% de las veces, y no por eso lo llamaríamos
"inteligente". Reservaríamos el adjetivo para el que lograra mejorar
significativamente este porcentaje de aciertos.

Pero la pregunta esconde una falacia: en realidad, no es que se necesite
inteligencia para resolver problemas, sino que llamamos inteligencia a
cualquier cosa que permita resolverlos.

Un caso interesante son las bacterias de nado libre. Si en su medio hay
alguna sustancia alimenticia, la detectan y nadan hacia ella. Si la
sustancia es nociva, se alejan. Un comportamiento perfectamente adecuado,
simple pero "inteligente": favorece su supervivencia. Y sin embargo, ¿cómo
decide la bacteria (formada, como todas las bacterias, por una sola célula)
si debe acercarse o alejarse de la sustancia? Si las bacterias no tienen
cerebro ni sistema nervioso, ¿en qué lugar de la célula se toma la decisión?

La respuesta es que no hay tal decisión. El comportamiento se explica como
sigue:

Las bacterias nadan gracias a estructuras llamadas "flagelos": largos
filamentos que rotan como hélices, impulsando a la célula hacia delante.
(Su rotación es posible gracias a los minúsculos nanomotores que tienen en
su base; son el único ejemplo de rueda en la naturaleza).

Las bacterias suelen tener varios flagelos, y todos giran en la misma
dirección. Pero el giro es reversible: si giran en un sentido, forman una
especie de trenza que impulsa a la bacteria en línea recta. Si giran en el
sentido opuesto, la trenza se desordena y la célula comienza a dar tumbos
sin ton ni son.

El mecanismo que controla el giro de los flagelos está conectado a
proteínas de la membrana de la bacteria, capaces de detectar la presencia
de nutrientes. Si estos detectores reciben el impacto de moléculas de
alimento, los flagelos giran produciendo nado en línea recta, y esto se
mantiene mientras la frecuencia de impactos aumente o se mantenga
constante. Pero si la frecuencia de impactos nutritivos disminuye, los
detectores envían una señal que invierte el giro de los motores flagelares,
con lo que la bacteria comienza a dar tumbos hasta que, por azar, acierta a
nadar en una dirección que nuevamente la acerca a la fuente de nutrientes.

¿Resultado? La bacteria va probando varias direcciones hasta "atinarle" a
la que la acerca al alimento. Y sin embargo, este comportamiento
aparentemente inteligente es resultado sólo de un mecanismo de
retroalimentación molecular, carente de inteligencia.
El ejemplo quizá es demasiado elemental, pero es también muestra que
cualidades como la inteligencia pueden ser propiedades emergentes que
surgen de la organización de elementos más sencillos. Mediante un
razonamiento similar, aunque mucho más complejo, los neurobiólogos tratan
de explicar no sólo la inteligencia humana, sino cómo las neuronas de
nuestro cerebro, carentes de conciencia, logran producir el fenómeno
maravilloso del "yo" que todos percibimos como nuestra esencia.

<mailto:mbonfil@servidor.unam.mx>mbonfil@servidor.unam.mx




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Martín Bonfil Olivera
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La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Inteligencia y clima: controversias científicas

7-diciembre-05



La ciencia, desgraciadamente, no es como la pintan. Aunque a veces
quisiéramos presentarla como un método infalible para producir conocimiento
certero, es más bien un proceso complicado y laborioso que, las más de las
veces, ofrece respuestas parciales e incompletas, y muchas veces sólo nos
permite afirmar que no sabemos la respuesta a un problema.

Ejemplo reciente es un artículo que aparecerá próximamente en la revista
científica Intelligence, de la prestigiada editorial Elsevier. El artículo
se puso a disposición del público en Internet el pasado 28 de noviembre, y
ya ha comenzado a causar controversia. Seguramente es sólo el principio.

¿Por qué la polémica? El título da algunas pistas: "Temperatura, color de
piel, ingreso per cápita e IQ: una perspectiva internacional". Los autores
-Donald Temper e Hiroko Arikawa, ambos de los Estados Unidos- realizaron un
estudio estadístico para hallar la correlación entre la inteligencia media
de la población de 129 países -medida como IQ: la puntuación en ciertas
pruebas de inteligencia- y factores como el clima (las temperaturas medias
en invierno y verano), el color de piel y el ingreso per cápita.

Sorprendentemente, encontraron que la idea de que las personas que viven en
climas fríos tienden a ser más inteligentes que las de climas cálidos
(tesis políticamente muy incorrecta, pero popular en ciertos medios),
parece ser confirmada por su estudio. Y no sólo eso: también existe
correlación entre el IQ y el color de piel, y entre el IQ y el ingreso
medio (lo cual no es tan sorprendente, porque los países cálidos tienen
mayor población de piel oscura que los fríos, por razones evolutivas, y la
correlación entre IQ e ingreso es casi obvia).

El estudio es una bomba de tiempo: sus implicaciones raciales, sociales y
hasta éticas son variadas y polémicas. Y sin embargo, en caso de
confirmarse los resultados, habrá que asumirlos.

La lógica del estudio no es descabellada: después de todo, la inteligencia
es una característica adaptativa, que aumenta la supervivencia de nuestra
especie. No es absurdo pensar que las arduas condiciones ambientales de los
países fríos favorecieran la selección de individuos con mayor inteligencia
que en los climas fríos, donde la supervivencia es más fácil. Aunque
también podría argumentarse lo contrario: en climas cálidos hay mayor
cantidad e parásitos y depredadores, por ejemplo).

La revista es consciente del carácter polémico del trabajo de Templer y
Arikawa, y por ello decidió publicarlo junto con dos comentarios de
expertos en el campo. Uno es elogioso; el otro, firmado por Earl Hunt y
Robert Sternberg, critica el artículo debido a dudas sobre la calidad de
sus datos, su análisis estadístico y su lógica científica. Entre otras
cosas, Hunt y Sternberg comentan que la medición del "color de piel
promedio" de un país es un concepto muy cuestionable, al igual que la
estimación de IQs nacionales; esto invalida en gran medida el análisis
estadístico. Además, está en discusión si las pruebas de IQ realmente son
confiables en países no occidentales. Finalmente, arguyen que existen
muchas otras hipótesis para explicar la correlación entre clima (o entre
color de piel) e inteligencia; desde este punto de vista, opinan que el
artículo de Templer y Arikawa carece de valor científico.

Seguramente usted, lector, estará preguntándose a quién debemos entonces
creerle; cuál es el veredicto. Y aquí es donde la puerca tuerce el rabo,
porque el problema con la ciencia viva es que rara vez ofrece respuestas
tajantes. Y menos cuando la discusión apenas comienza.

De modo que habrá que estar atentos a cómo se desarrolla la polémica, y ver
qué podemos aprender en el proceso. Quizá descubramos algunos hechos que no
nos sean agradables; quizá más bien hallemos que los prejuicios raciales
pueden permear hasta la ciencia que se publica en revistas arbitradas. De
cualquier modo, el conocimiento científico no está aislado de lo social, y
como afirman Hunt y Sternberg, "debido a sus ramificaciones sociales, este
tipo de investigación debe hacerse, pero debe hacerse cuidadosamente".
Habrá que esperar a que se aclare si el estudio era buena o mala ciencia.

Comentarios: <mailto:mbonfil@servidor.unam.mx>mbonfil@servidor.unam.mx



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La ciencia por gusto
Martín Bonfil Olivera

¿Orgasmos inútiles?

14-diciembre-05

Los científicos a veces hacen preguntas extrañas, como la que titula esta colaboración. Parecería tonto preguntar para qué sirve el orgasmo... al menos, el masculino. Y es que en los hombres el reflejo orgásmico está ligado a la eyaculación (aunque no necesariamente). En otras palabras, desde el punto de vista biológico el orgasmo masculino es indispensable para que exista la fecundación; sin él, la reproducción sería imposible.

¿Y qué hay del orgasmo femenino? Para los sexólogos no es gran misterio, una vez que quedó claro que depende fundamentalmente del clítoris (el famoso orgasmo vaginal promovido por Freud como el único digno de una mujer madura resultó ser esencialmente un mito). Pero para el biólogo evolutivo representa un verdadero enigma.

El orgasmo femenino no es necesario para la fecundación. ¿Cuál es entonces su utilidad evolutiva? ¿Cómo surgió, y para qué? Se han ofrecido distintas explicaciones, algunas ingeniosas (quizá el orgasmo femenino favorece la ovulación), otras más o menos obvias (el orgasmo hace que la mujer disfrute el sexo y por tanto promueve la reproducción) y otras un tanto forzadas (el orgasmo, que a veces se produce durante el parto, ayuda a relajar los músculos de la mujer durante este complicado proceso).

El problema es que ninguna resulta satisfactoria. La ovulación no está ligada al orgasmo; las mujeres pueden gustar del sexo con o sin él, y la relación con el parto es poco convincente. Para colmo, las estadísticas muestran que la distribución del orgasmo femenino es bastante variable: un 25% de las mujeres afirman siempre tenerlo durante el coito; un 75% lo tienen algunas veces, y un 25% nunca lo presenta. ¿Cómo puede algo útil evolutivamente presentarse con tanta irregularidad?

Este año la bióloga Elisabeth Lloyd publicó un libro sobre el tema (The case of female orgasm) en el que presenta la tesis del biólogo Donald Symons de que el orgasmo femenino es simplemente un producto secundario de la evolución del orgasmo masculino. El libro ha ocasionado acaloradas discusiones entre las feministas, pero también entre los biólogos (y biólogas) evolucionistas.

La idea es que tanto el pene como el clítoris derivan de las mismas estructuras embrionarias. La evolución del pene, con sus abundantes conexiones nerviosas y su capacidad para producir el reflejo orgásmico, tiene un alto valor adaptativo (favorece la supervivencia de quienes lo presenten, es útil evolutivamente). Su existencia se explica claramente. Según Symons, es posible que la capacidad orgásmica del clítoris, evolutivamente innecesaria, sea simplemente consecuencia de su origen embrionario: cuenta con el cableado necesario para producir orgasmos porque se deriva del mismo tejido que el pene.

La idea de que el orgasmo femenino sea simplemente un producto secundario de la evolución del pene y el orgasmo masculino es políticamente muy incorrecta. Muchas feministas han acusado a Lloyd de traidora, de intentar someter nuevamente a las mujeres al dominio masculino, y muchas otras tonterías.

Por otro lado, muchos evolucionistas no aceptan la idea de que todas las características de un organismo deban necesariamente tener una utilidad evolutiva, un valor adaptativo. Abundan ejemplos de características inútiles, simples productos secundarios de la evolución. El color rojo de la sangre, por ejemplo, es consecuencia de su composición química, en particular del hierro que requiere para transportar oxígeno. La sangre no podría ser de otro color; su tono no es una adaptación. Otros ejemplos son las tetillas, esos inútiles pezones de los hombres, o el vello púbico. ¿Qué función útil para la supervivencia pueden cumplir?

En su libro, Elisabeth Lloyd acusa a los biólogos evolutivos de estar prejuiciados: al exigir un valor adaptativo para el orgasmo femenino, favorecen la idea de que, como no parece tenerlo, es una especie de anormalidad, de rareza evolutiva. Pero si se rechaza el adaptacionismo y se acepta que el orgasmo puede ser simplemente un premio fortuito que la evolución concedió a las mujeres, su valor cultural queda en relieve.¿Quién hubiera pensado que una cuestión tan íntima -y placentera- como el orgasmo de las mujeres se convirtiera en un punto importante de una disputa teórica sobre la evolución? A veces, la interacción entre ciencia y cultura (y feminismo) produce discusiones inesperadas.

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La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Creacionismo y libertinaje religioso


La palabra libertinajees tendenciosa: normalmente se usa para criticar a
quien promueve ideas contrarias a la moral religiosa. No en balde la
segunda acepción que ofrece el Diccionario de la Real Academia es falta de
respeto a la religión.

Pero el mismo diccionario también la define, en primera acepción, como
desenfreno en las obras o en las palabras. De modo que el concepto de
libertinaje religiosono necesariamente implica contradicción.

Y es que, desgraciadamente, vivimos una época de indudable desenfreno
eclesial. El ejemplo más sonado es la polémica desatada por la propuesta de
introducir la teoría del diseño inteligente en las clases de biología de
Kansas (propuesta que tristemente triunfó, aunque seguramente sólo en forma
temporal).

El problema no es, como quieren hacer ver los promotores del diseño
inteligente, que un sistema científico amafiado y conservador descalifique
una teoría novedosa.

Simplemente, el diseño inteligente no es una teoría científica. Es sólo una
nueva encarnación del viejo creacionismo.

En realidad, de lo que se está discutiendo no es si los seres vivos
pudieron evolucionar a partir de la materia inanimada. Lo que
verdaderamente está en cuestión es si se acepta la suposición de que detrás
del mundo natural existe un proyecto.

Tal debate es válido, por supuesto, pero sólo si es honesto. La religión
supone que existe tal proyecto (teleología); la ciencia, en cambio, se basa
precisamente en el rechazo (que el biólogo Jaques Monod llamó principio de
objetividad) de que la naturaleza tenga un plan.

Es tramposo presentar como ciencia algo que no lo es; es todavía peor
intentar, en el debate, desacreditar al a ciencia y sus métodos. A pesar de
que, como en toda empresa humana, existan mafias y prejuicios, la ciencia
se basa en un proceso de revisión y crítica, y ello la dota de mecanismos
de autocorrección.

Desgraciadamente, el libertinaje religioso sí tiene un proyecto. Como
comentó hace poco Octavio Rodríguez Araujo en La Jornada, diseño
inteligente y creacionismo son parte de una misma intención
filosófico-teológica: restarles credibilidad a las teorías científicas.
Embisten así contra la herramienta más preciosa con que cuenta la humanidad
para comprender la naturaleza. Y el ataque no sólo proviene de las
religiones protestantes: en noviembre el papa Ratzinger se sintió obligado
a declarar que el universo fue creado por un proyecto inteligente, y
criticó a quienes, en nombre de la ciencia, dicen que el mundo no tiene
orden ni concierto(aunque nadie afirma tal cosa, sino que tal orden no
necesariamente obedece a un proyecto: puede surgir de la estructura misma
del universo, sino que tenga que dirigirse a un objetivo).

El problema va mucho más allá de la evolución. Noam Chomsky, también en La
Jornada, llamaba la atención a que, simultáneamente al ataque al
darwinismo, el gobierno de los Estados Unidos niega la evidencia científica
sobre el cambio climático global, actitud que pone en riesgo el clima de
todo el planeta.

Recientemente el rector Juan Ramón de la Fuente dejó claro que la
Universidad Nacional se opone al creacionismo, y criticó que se le quiera
otorgar el mismo peso que a la teoría de la evolución. Y el coordinador de
la Investigación Científica de la UNAM, René Drucker, afirmó que el
creacionismo, que se fomenta desde la derecha, tiene como objetivo el
control del pensamiento de los jóvenes; desplazar el rigor científico por
un conjunto de creencias, lo que podría convertirlos en seres poco
pensantesque creen que todo lo que pasa se debe a una mano divina.

¿Será algo así lo que tiene en mente el líder panista Manuel Espino, quien
hace unos días abogaba por oponerse a ultranza al aborto y la eutanasia y
por ajustar la ley para permitir que se puedan realizar actos de oración en
las escuelas públicas? La visión científica del ser humano lo concibe como
una entidad biológica, parte del mundo natural pero que también lo
trasciende gracias a sus dimensiones psicológica y social. Como tal,
defiende su derecho a tomar decisiones libres respecto a su cuerpo. La
visión religiosa, por desgracia, tiende a desconfiar de tal libertad, y
prefiere marcarle límites, cuanto más numerosos, mejor. ¿Dónde está
realmente el libertinaje?

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Mensaje por Roberto »

Martín Bonfil Olivera escribó:
El ejemplo más sonado es la polémica desatada por la propuesta de
introducir la teoría del diseño inteligente en las clases de biología de
Kansas (propuesta que tristemente triunfó, aunque seguramente sólo en forma
temporal).


¿De que fecha es el comentario del buen Bonfil?, según Yo, fracaso ya que: “Judge Bars 'Intelligent Design' From Science Class” para los que apenas sabemos ingles, nos preguntamos que diablos es Bar, si consultamos el diccionario Heritage, encontramos: Bar.- Law a. The nullification, defeat, or prevention of a claim or action. b. The process by which nullification, defeat, or prevention is achieved.
O sea que dicha ley fue nulificada, anulada, o se previo su aplicación,

Para más información en Ingles

http://articles.news.aol.com/news/artic ... =3&cid=842

Y en Español, gracias al buen Asigan

http://www.asalup.org/content/view/143/1/
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Mensaje por GunnerRoland »

De hecho el artículo que posteaste hace referencia al caso de Dover, Pennsylvania, que es donde se había aprobado enseñar el "Diseño Inteligente" en escuelas públicas.

En Kansas, desafortunadamente, aún sigue vigente . . . aunque no por mucho tiempo, al parecer.
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Mensaje por Roberto »

Ok, Gunner, gracias por la aclaración, espero que esta “juiciosa” prohibición, también llegue a Kansas y no le enseñen pseudociencia a Doroty.

Saludos y gracias.
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Mensaje por Moravec »

Dorothy ya aprendio: basta con chocar los tacones de sus zapatillas rojas paravolver a la realidad :)
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Mensaje por Roberto »

Ja, ja, ja que irónico, Moravec, supongo que ahora, deberá decir, “There's no place like the reality”. (No hay lugar como la realidad)
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