LA LETRA ESCARLATA: FRAUDES. TRAMPOSOS EN LA CIENCIA

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LA LETRA ESCARLATA: FRAUDES. TRAMPOSOS EN LA CIENCIA

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Gerardo Gálvez Correa
y Sergio de Régules

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El médico Elias Alsabti andaba de suerte. No llevaba mucho tiempo trabajando en el Hospital Anderson de Houston cuando, al registrar furtivamente el buzón de un médico que había muerto poco antes, encontró lo que deseaba: el borrador de un artículo de investigación inédito. Una revista especializada se lo había enviado al médico difunto para que éste opinara sobre la calidad científica del texto antes de aceptarlo para publicación, como hacen todas las revistas científicas que se respeten. Alsabti sustrajo el manuscrito, le cambió el título y el resumen que encabeza habitualmente los artículos científicos y lo publicó como suyo en una revista japonesa poco conocida.

No era la primera vez que lo hacía, y pese a que en esa ocasión lo descubrieron, no fue la última. Alsabti obtuvo reconocimiento y prestigio (además de una cuantiosa fortuna) como investigador en cancerología sin que de su pluma saliera una sola idea original. El médico iraquí tomaba artículos publicados en revistas de muy escasa circulación y los enviaba como propios a otras revistas igual de poco conocidas, pero de otro país.
Cada vez que lo descubrían, Alsabti se fugaba a otro centro de trabajo. Así prosperó durante varios años hasta que su mala fama terminó por alcanzarlo. Publicó su último artículo en 1980 y desde entonces no se ha vuelto a saber de él.

Cándidos incrédulos

Los científicos tienen fama de incrédulos, y por buenas razones. En cuestiones de arte, política y creencias, bien pueden los científicos, como todo el mundo, formarse opiniones por gusto, prejuicio o conveniencia. En el ámbito de la ciencia, en cambio, se persigue un ideal de objetividad —quizá inalcanzable— que consiste en proscribir tus gustos y prejuicios en favor de resultados reproducibles, es decir, resultados que cualquiera pueda encontrar si sigue el mismo procedimiento. Para eso tienes que andar con pies de plomo y dudar hasta de tu sombra. Por muy enamorado que estés de tu teoría más reciente, tu obligación, antes de publicarla, es someterla a pruebas rigurosas de coherencia lógica y concordancia con los hechos experimentales. Dicho de otra manera, tienes que poner más énfasis en desmentirla que en defenderla. Si no lo haces tú antes de publicar, ten la seguridad de que más tarde lo hará un ejército de especialistas muy exigentes. Este sistema de control de calidad, característico de la ciencia, es lo que la hace tan confiable y le ha dado el prestigio del que goza. Dudar es una virtud en ciencia.



Al mismo tiempo, uno no puede darse el lujo de andar por el mundo dudando de todo. Simplemente no te alcanzaría la vida para comprobar cada resultado que aceptas como cierto. Por eso es tan importante que el sistema de comunicación de resultados científicos (revistas especializadas, congresos, libros, archivos de artículos científicos en Internet) sea tan confiable como se pueda. No quiere decir que lo publicado tenga que ser verdad irrebatible. Los resultados pueden ser desmentidos o confirmados por investigaciones posteriores, pero es fundamental que en el momento de la publicación los autores y editores estén convencidos de que los resultados son sólidos. La ciencia es una empresa colectiva como pocas. Hasta el físico teórico más huraño depende de otros físicos (los que le proporcionan datos para construir su teoría y los que realizarán experimentos para ponerla a prueba, así como los que escrutarán su consistencia lógica). Cuando no se puede contar cándidamente con la buena fe de los colegas la ciencia se empantana.


El falso ancestro

En 1912 el mundillo de la arqueología se conmovió por el hallazgo de los restos fósiles de un ancestro de la humanidad. El espécimen, encontrado en la localidad de Piltdown, Inglaterra, consistía en un fragmento de cráneo similar al de un hombre moderno y una mandíbula simiesca. Este fósil, claramente un “eslabón perdido”, parecía confirmar la hipótesis de que el aumento de tamaño del cerebro era anterior al de otros atributos que distinguen a los humanos modernos.

Además de apuntalar una hipótesis extendida entre los especialistas, el “hombre de Piltdown” era el primer hallazgo de fósiles humanos de importancia hecho en Inglaterra, y por si fuera poco, indicaba que la estirpe humana, de la que estábamos tan orgullosos, se había originado en Europa y no en Asia, no faltaría más (hoy sabemos que los primeros ancestros de la humanidad provienen de África). Así las cosas, los arqueólogos europeos se precipitaron a incluir el nuevo hallazgo en su reconstrucción de la evolución humana. No faltó quien disintiera y dijera que el cráneo y la mandíbula de Piltdown no sólo eran de individuos distintos, sino de especies distintas. Pero tan bien embonaba el hombre de Piltdown con los prejuicios teóricos y culturales de sus partidarios, que casi nadie les hizo caso a los disidentes.


En 1949, Kenneth P. Oakley aplicó a los restos del hombre de Piltdown una prueba química para determinar cuánto tiempo llevaban enterrados en el lecho donde se les encontró. Unos estudios realizados más tarde por Oakley y otros en el Departamento de Geología del Museo Británico y el Departamento de Anatomía de la Universidad de Oxford permitieron concluir que el fragmento de cráneo era humano y de unos 50 mil años de antigüedad, mientras que la mandíbula era de un orangután moderno. La mandíbula había sido teñida para que pareciera más antigua. El hombre de Piltdown era un fraude. Los arqueólogos europeos se habían dejado engañar por un timador (muy fino, eso sí) que abusó de la candidez profesional natural en los científicos… y de sus prejuicios nacionalistas. Hasta la fecha no se sabe quién perpetró el fraude de Piltdown, aunque no faltan sospechosos, incluyendo a Charles Dawson, descubridor de los huesos, y al paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin, quien colaboró con Dawson en algunas excavaciones.



Caída del niño prodigio

Los puritanos de las colonias británicas de América en el siglo XVII marcaban a los que cometían la “infamia” del adulterio con una letra A roja que se imprimía con un hierro candente en el pecho del culpable. La letra escarlata, como la llamara Nathaniel Hawthorne en su famosa novela del mismo nombre, condenaba a quien la portaba al desprecio y a ostracismo de su comunidad.

Una verdadera infamia es lo que se considera que cometió el físico alemán Jan Hendrik Schön, de los Laboratorios Bell, institución filial de la empresa estadounidense Lucent Technologies. En la comunidad científica se valora a los individuos según el número de artículos de investigación original que publican en revistas especializadas, así como del impacto de éstos. El impacto se mide por el número de veces que el artículo aparece citado en el trabajo de otros autores. De esa evaluación del científico dependen premios, promociones, becas y fondos para realizar sus investigaciones, además del prestigio entre los colegas.

Schön dirigía un equipo de investigación sobre superconductividad cuyos resultados, se esperaba, tendrían muchas aplicaciones; por ejemplo, podrían servir para construir computadoras mucho más pequeñas, baratas y rápidas. A escasos tres años de haber obtenido el doctorado, Schön estaba publicando con sus colaboradores artículos especializados por montones. Hasta se pensaba que ya era buen candidato para el premio Nobel pese a su juventud.

Entonces surgieron rumores de que algo andaba mal con los resultados de Schön y sus colaboradores. En primer lugar, nadie había podido repetirlos. Entonces los físicos Lydia Sohn y Paul McEuen se pusieron a analizar los artículos del equipo. Dos gráficas que aparecían en sendos artículos —artículos donde se reportaban experimentos distintos— eran idénticas hasta en los detalles más finos. Que las dos gráficas tengan la misma forma general podría esperarse si corresponden al mismo fenómeno. Que sean iguales hasta en las más pequeñas desviaciones debidas al azar es imposible. Schön había usado datos de un experimento para reportar dos. ¿Sucedería lo mismo con otros artículos del equipo? McEuen descubrió que sí. El joven investigador estaba reciclando, lo cual es encomiable cuando lo que se recicla es basura, pero no cuando se trata de observaciones experimentales.

McEuen y Sohn dieron aviso a las revistas semanales Nature y Science, donde habían aparecido algunos de los artículos. La jefa de investigación en física de los Laboratorios Bell nombró un comité independiente para averiguar si Schön y sus colaboradores habían hecho trampa. Entre tanto Schön declaró que la repetición de las gráficas era un simple descuido y que sus resultados eran buenos.

Quizá las gráficas repetidas eran un simple descuido, pero cuando uno reporta resultados con tantas posibilidades asombrosas, lo más natural es que otros científicos prueben a ver si obtienen lo mismo; es decir, que traten de reproducir los experimentos. La prueba de reproducibilidad es fundamental para aceptar resultados científicos nuevos. Y a nadie más le salían los resultados de Schön y colaboradores.

En 2002 la American Physical Society (APS), que administra las prestigiosas revistas Physical Review, anunció en su boletín: “Las revistas especializadas de la APS publicarán retractaciones de seis artículos como consecuencia de la investigación sobre la conducta de Jan Hendrik Schön”. Las retractaciones, que aparecen en las versiones electrónicas de los artículos (las cuales permanecen en la red), van señaladas en rojo. “Es como una letra escarlata”, dice Martin Blume, editor en jefe de las revistas de la APS.

Schön ha sido desterrado de la comunidad científica, una comunidad que valora como pocas la buena fe de sus miembros y que se siente traicionada. En 2004 la Universidad de Constanza, Alemania —donde estudió Schön— anuló su doctorado.


Más allá del tramposo

El fraude en cualquier ámbito es costoso. Los tramposos obligan a los demás a instaurar medidas para detectar engaños, así como pautas para sancionarlos, lo cual lleva tiempo y dinero. En ciencia el fraude tiene un costo adicional. El biólogo Richard Lewontin escribe: “Si queremos que el conocimiento acerca del mundo natural influya racionalmente en las decisiones de un electorado bien informado, es preciso que se pueda confiar en que los científicos dicen la verdad acerca de la naturaleza en la medida en que la saben. La investigación científica dejaría de ser una empresa útil y los científicos perderían el derecho a exigir recursos del erario público si no se desenmascararan los fraudes”.

En las democracias es la sociedad quien decide la cantidad de recursos que se asignan a la investigación científica. El ciudadano tiene derecho a exigir, en primer lugar, que se le rindan cuentas sobre los temas y los avances de la investigación, y en segundo lugar, que la actividad en la que invierte se conduzca de manera honrada.

Al mismo tiempo, no podemos instituir un sistema policial ni un clima de linchamiento que aterrorice a los científicos. El físico David Goodstein dice en la revista Physics World: “La ciencia es un mercado de ideas donde las buenas se sustituyen por mejores cuando se demuestra que las primeras no eran correctas. Así pues, equivocarse es parte esencial del avance científico. Pero el público puede fácilmente confundir el error con el engaño. No podemos permitirlo. Si los científicos temen que se les acuse de fraude cuando se equivocan, la empresa científica sufrirá daños enormes”.

Investigar con un censor mirándote por encima del hombro sería como estar en clase con un profesor sarcástico: en poco tiempo nadie se atrevería a emitir ideas. En la investigación científica, como en cualquier actividad creativa, la estrategia más saludable es explorar libremente todas las posibilidades. La naturaleza siempre nos da sorpresas y es muy difícil saber de antemano qué línea de investigación rendirá frutos. Por eso es tan importante que los científicos se sientan en completa libertad de equivocarse, que no es lo mismo que engañar deliberadamente.

Prevenir, mejor que remediar

La Fundación Nacional para la Ciencia de Estados Unidos (NSF por sus siglas en inglés) estableció, por lo menos desde 1987, pautas para clasificar, reconocer y castigar el fraude científico en las instituciones que reciben fondos gubernamentales en ese país. Luego de mucha discusión, se han definido tres categorías de fraude: plagio, falsificación e invención de datos.

Apropiarse de las ideas o textos de otros, como hizo Elias Alsabti, es plagio. Jan Hendrik Schön, en cambio, sí llevó a cabo investigaciones originales, y por lo tanto tenía datos, pero los manipuló indebidamente: usó los resultados de un experimento para reportar otro que no llevó a cabo porque estaba convencido de obtener los mismos resultados. Esto constituye fraude por falsificación (o manipulación inapropiada) de datos. El comité que examinó el caso de Schön descubrió otro ejemplo de conducta impropia. Las mediciones experimentales se suelen reportar por medio de gráficas. Éstas se obtienen escogiendo la curva que mejor se ajuste al cúmulo de datos aportados por las mediciones. Las gráficas de datos experimentales van acompañadas de márgenes de error, o bien muestran desviaciones al azar que son resultado natural de la imprecisión inevitable en las mediciones. La naturaleza es menos nítida que las matemáticas que usamos para describirla. Pero ciertas gráficas de los artículos Schön se veían demasiado pulcras. Parecían gráficas de funciones matemáticas. Resultó que lo eran. Éste es el tercer tipo de fraude: la invención de datos.

Pese a que la NSF y otros organismos recomiendan adoptar medidas preventivas, hay instituciones de investigación que no han considerado necesario elaborar una política definida para descubrir y castigar la conducta impropia. Muchos investigadores consideran que el fraude científico es tan infrecuente que no vale la pena gastar tiempo ni dinero en prevenirlo y perseguirlo. Además, alegan, el mecanismo de verificación característico de la ciencia conduce a que los engaños se descubran tarde o temprano. Pero “tarde” puede ser muy tarde. El fraude de Piltdown se descubrió al cabo de 40 años.

Así pues, a raíz de los casos de Schön y Victor Ninov (científico del laboratorio Lawrence Berkeley que falsificó datos relacionados con el descubrimiento de los elementos químicos de número atómico 116 y 118), las universidades y laboratorios de Estados Unidos —empezando por los Laboratorios Bell— han comenzado a redactar reglamentos de ética de la investigación científica.

La importancia de un buen nombre

Existen otras formas de conducta inapropiada en la ciencia que se consideran menos graves. Es frecuente, aunque no por eso correcto, que un trabajo de tesis aparezca poco después como artículo original en una revista científica, lo que constituye la falta conocida como publicación duplicada. Más aún, quien originalmente era sólo el director de la tesis, o jefe del departamento o laboratorio donde ésta se elaboró, aparece en la segunda publicación como autor, un autor ficticio. Algunos jefes de laboratorio han llevado en el pecado la penitencia, como el célebre cardiólogo estadounidense Eugene Braunwald, de la Universidad de Harvard, quien entre 1981 y 1983 firmó al menos seis artículos escritos en “colaboración” con el investigador John R. Darsee. Si Braunwald hubiera colaborado más de cerca con su “coautor”, se habría dado cuenta de que Darsee estaba falsificando los resultados y no hubiera tenido que retractarse después de cuatro de sus artículos.

Aunque, como puedes ver, los científicos llegan a tolerar la “autoría ficticia”, son implacables con los datos ficticios. En cuanto se descubre que alguno de los miembros del equipo falsifica información, se le impone la letra escarlata. No importa que la probidad del equipo completo quede en entredicho al revelarse la trampa, el tramposo profesional es desenmascarado y expulsado. En ciencia los tramposos casi siempre actúan individualmente. No suele haber conspiraciones para violar deliberadamente lo que se ha llamado la “santidad de los datos”, quizá porque el que comete fraude en ciencia arriesga más y gana menos. ¿Qué gana? En ciencia los fraudes se cometen principalmente por prestigio, no para enriquecerse (la actividad científica no suele conducir a la opulencia). El prestigio ayuda al científico a conseguir fondos para sus investigaciones, además de satisfacerle el ego. ¿Qué arriesga? Lo mismo que pretende adquirir: el prestigio. Por las razones que hemos explicado, el aparato de la ciencia es implacable al husmear y desenmascarar fraudes. El tramposo será descubierto, en vida o después, y su buen nombre quedará manchado para siempre.


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Gerardo Gálvez Correa vivió los primeros 20 años de su vida en la esquina de las calles de Newton y Lope de Vega, en la Ciudad de México. Mediante un efecto psico-urbano-geográfico pobremente comprendido, quedó encandilado por la ciencia y la lengua española al mismo tiempo. Se desempeña en ambas ocupaciones, con pareja medianía. También es médico internista.


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Sergio de Régules es físico, divulgador de la ciencia y coordinador científico de ¿Cómo ves? Su libro más reciente se titula ¡Qué científica es la ciencia! (Paidós, 2005).


TOMADO DE: www.comoves.unam.mx
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Mensaje por Roberto »

Estupendo, es un artículo excelente, mi buen Asimov22, gracias por compartirlo.

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