Quienes se creen en poder de la verdad y hacen oficio de su prédica, corren el riesgo de querer imponerla, tarde o temprano, sobre el resto de la gente y sobre todos los aspectos de la vida social. Los medios de esta imposición variarán, por supuesto, según el poder del que dispongan y las contradicciones en que estén dispuestos a incurrir para hacerla triunfar. Los sectores más radicales de la Iglesia, algunos fundamentalistas, otros integristas, pero todos intolerantes y autoritarios, han demostrado tener muy pocos escrúpulos a la hora de servirse de una amplia variedad de medios persuasivos y coactivos para imponer su verdad, aún cuando muchos de estos se encuentren en flagrante contradicción con algunos imperativos morales de su doctrina.

El asunto de la utilización del preservativo y la prevención de las enfermedades de transmisión sexual (ETS) es un buen ejemplo de ello. La Iglesia no se ha limitado a predicar las virtudes de su código moral sexual, ni tampoco se ha circunscripto a recordar a su feligresía que debe vivir de acuerdo con él. Muy por el contrario, la jerarquía eclesiástica, en aras de imponer sus perspectivas, no ha dudado en introducirse en el debate público y científico para:

  • propagar un discurso sofista y pseudocientífico; apelando a mitos, metáforas y comparaciones impertinentes, planteando paradojas y dudas que desinforman e inducen al temor y al desconcierto social acerca de la utilidad real del condón;
  • competir con la información sanitaria brindada por el Estado, las organizaciones internacionales y la comunidad científica, intoxicando a la opinión pública mediante la tergiversación de datos y la manipulación de indicadores;
  • presionar a gobiernos e instituciones internacionales con el objetivo de bloquear o recortar políticas de salud pública que inviertan en educación sexual, difusión de información sobre prevención activa de ETS, distribución gratuita o subvencionada de preservativos.

El discurso de la Iglesia apunta, actualmente, a develarnos la ineficacia o directa inutilidad del condón para evitar el embarazo o el contagio de ETS, en tanto se habría demostrado que no logra impedirlas en un ciento por ciento de los casos. Estos razonamientos sin gollete, derivados de un retorcimiento estadístico y de un flagrante abuso deductivo, pretenden encubrir una objeción absoluta de tipo moral hacia su utilización.

En tanto que, tradicionalmente, el catolicismo solo ha admitido la sexualidad reproductiva en el contexto del matrimonio aconsejando, en su defecto, la abstinencia sexual; se comprende que el condón sea visto como un artilugio pernicioso que atenta contra la concepción natural y que permite sortear los “peligros” de una sexualidad extra-matrimonial.

Así pues, una crítica honesta del preservativo desde el punto de vista católico no debería centrarse en su presunta falta de efectividad (algo evidentemente falso, para más inri), sino en recordar a los católicos que su utilización contraviene la doctrina actual de la Iglesia y el código de moral sexual que ella promueve. Plantear un debate acerca de la “inseguridad” del preservativo, como lo hace la Iglesia hoy, apoyándose en cifras de control de calidad que aluden a porosidades o bajos estándares de resistencia de materiales, recogidas en los años ochenta y principios de los noventa; o recurrir a fantasiosas proyecciones porcentuales acerca de fallos mecánicos, de desafección o de impericia de sus usuarios, recogidos en estudios de más que dudosa fiabilidad científica y estadística, es puro artificio y manipulación.

A la Iglesia no le preocupan, en realidad, los “fallos” del preservativo; lo que en realidad le preocupan son las consecuencias de su libre disponibilidad sobre las prácticas sexuales de la población y sobre su propia autoridad moral, toda vez que la utilización generalizada del condón elimina los “incentivos negativos” que antes existían para que se acataran su prédica restrictiva.

En efecto, la enconada campaña que la Iglesia mantiene contra este instrumento de salud pública barato, eficaz e imprescindible para conjurar el riesgo de contraer SIDA, enfermedades venéreas o hepatitis y para evitar embarazos no deseados se debe a que permite a hombres y mujeres desarrollar una sexualidad libre, casi sin riesgos ni efectos indeseados. Una libertad “negativa”, para la Iglesia, que la considera como fuente de todo tipo de males sociales y psicológicos; los cuales solo podrían conjurarse a través de la “conversión” y la “observancia” de la doctrina y del código moral que de ella se ha derivado.

En ese sentido, no hay ni jamás habrá instrumentos o técnicas válidos de prevención de ETS o de embarazos no deseados que aporte la ciencia que puedan contentar a la Iglesia, porque todos ellos suponen el ejercicio de una sexualidad libre. No en vano el rechazo no se circunscribe al preservativo, sino que se extiende a otros métodos, como el DIU, la píldora anticonceptiva o la píldora del día después.

En el fondo, podría decirse que, para la Iglesia, esta es una cuestión de salvación, antes que una cuestión de salud pública. Es por ello que, al conspirar contra la salvación, todos estos instrumentos son y serán atacados, por el medio que tercie, sin importar el grado de eficacia que alcancen y sin importar las consecuencias de que en ese ataque se confundan, adrede, los planos técnicos-científicos y morales; y se utilice, a sabiendas, información anacrónica o adulterada y conclusiones falaces.

Que haya gente que pueda contraer gravísimas enfermedades o morir porque, ejerciendo libremente su sexualidad al margen de los severos constreñimientos del código moral católico, haya debido hacerlo sin contar una información clara, objetiva y precisa y sin la protección adecuada, por directa o indirecta interferencia eclesiástica, no parece importar demasiado, porque lo prioritario parece ser defender la integridad de la doctrina. Al fin y al cabo, desde la óptica de la Iglesia, esos padecimientos no dejan de ser una consecuencia dramática y no deseada, pero consecuencia al fin, de una grave transgresión, de una conducta sexual “desviada”, es decir, de un pecado del que el pecador debe responsabilizarse y que, de una manera u otra, deberá expiar.

Conviene entender, entonces, que cuando la Iglesia, sus intelectuales y comunicadores lanzan sus invectivas contra el preservativo, su intervención pública solo posee fundamentos doctrinarios y morales, pero no los tiene científicos, ni técnicos, ni estadísticos (aún cuando presuman de ello y exhiban la parafernalia relacionada con este tipo de estudios); y que, por lo tanto, sólo debe interpelar a aquellos que, en una sociedad laica y libre, deseen escuchar los consejos morales (ni siquiera son dogmas de fe) de la Iglesia.

En todo caso, hay que tener presente que el combate de la Iglesia contra el preservativo constituye una batalla más de su misión apostólica, por lo que debemos estar advertidos de que, en pos de imponer su código moral, sus misioneros se conceden licencia para mentir e inmunidad para tergiversar, llegando a afirmar con todo desparpajo, por ejemplo, que el condón tiene un porcentaje de fallos que ronda entre el treinta y el cincuenta por ciento; o que existe una relación directa entre la difusión del preservativo y el incremento de las infecciones por VIH o los embarazos no deseados.

En definitiva, para quienes se creen en posesión de la verdad es difícil no llegar a convencerse de que el buen fin justifique todos los medios y haga aceptables, incluso, los inevitables daños colaterales que puedan producirse por dar testimonio de la verdad y del presunto orden natural, en un mundo corrompido al que es necesario mentirle, pero “por su bien”, claro está.

Fuente Original:
http://www.laicografias.com/2010/11/la-iglesia-catolica-y-el-preservativo-1_26.html