Por Facundo Garcia

“Nunca supimos lo que fue. Vivíamos en un departamento alquilado y yo estaba sentada en el suelo, jugando con mi hermana. Me colgué mirando cómo se ataba los cordones y de pronto vi, unos centímetros más adelante, unos zapatos que no eran los de ella. Giré la cabeza hacia arriba para ver de quién eran, y resulta que ahí enfrente estaba parada una señora mayor que nos era totalmente desconocida. Llevaba ropa gris, levantaba y bajaba la punta del pie –como se hacía antes cuando una estaba enojada–y tenía muy mala cara. Salí corriendo.”

Noelia E. tiene veinte años. No parece loca, ni obsesionada con el esoterismo. Es la primera vez que habla del asunto, y revolver en su memoria le altera la voz. Además está segura de que no hay persona que no haya pasado por una o dos de esas experiencias: “No nos animamos a contarlo públicamente porque nos tildan de locos”, se defiende.

¿Y qué fue lo que asustó a esta piba? Cuando se es chico la respuesta es sencilla: ¡El cuco! ¡La bruja Cachavacha! ¡Mirtha Legrand en tanga! Más tarde, cada cual forma una opinión que llega para quedarse. “Existen”, gritarán desde un lado. “Son puros cuentos”, acusarán otros. Pero, ¿qué tal si, más allá de esas posturas irreconciliables, se pudiera dedicar una semana a plantear otra vez aquellas preguntas que nos erizaban los pelos?

Aquí debería escucharse “Ñaca Ñaca Ñaca” o cualquier expresión por el estilo. Pero mejor guardar las risas tétricas para más adelante, porque hasta ese momento no había pasado nada. Horas después de haber escuchado el recuerdo de Noelia, una combinación de insomnio y julepe impulsó al cronista a salir a caminar. A las dos y media de la mañana, Avenida de Mayo estaba prácticamente desierta, excepto en la puerta de un boliche lleno de caras pálidas, cadenas y minifaldas de encaje y cuero. Daba la impresión de que si había alguien que supiera contactarse con los muertos, seguramente iría ahí a tomarse una birra. La escalera descendía y con cada escalón la música se hacía más potente. Era difícil entrevistar, en parte porque el sonido estaba al recontrapalo y en parte porque al periodista le jugaba en contra el haberse puesto una camisa más adecuada para ir al Fantástico Bailable que a un reducto dark. No obstante, logró pegar onda con una tal Irene, que no sólo aseguraba ser experta en el tema sino que invitó a jugar al juego de la copa la próxima vez que hubiera luna llena. La contestación fue un sí grande como una casa. Embrujada, por supuesto.

La Playstation de ultratumba

Y hete aquí que este “juego” –la tabla Ouija, para los gringos–es viejísimo. Consiste en un tablero en el que están las letras del alfabeto, un “sí”, un “no”, un “hola”, un “chau” y los números del 0 al 9. Hay que dar vuelta la copa, poner la punta del dedo en la base –se recomienda que haya entre tres y cinco voluntarios–y esperar a que “las fuerzas” se manifiesten señalando hacia los diferentes signos. “De acuerdo con las encuestas que hemos hecho, es una práctica que se inicia entre los trece y los diecisiete años. Después se interrumpe, no se sabe bien por qué”, aporta Alejandro Parra, investigador, docente universitario y presidente del Instituto de Psicología Paranormal.

–Pero, ¿cómo funciona?

–Eso depende de quién lo explique. La interpretación espiritista considera que si “jugás” se manifiestan –creas o no–seres del más allá. Por eso hay quien avisa que la práctica regular puede traer consecuencias no deseadas para los que no saben del tema. Incluso hay quien ha llegado a hablar de “posesiones”. Desde una perspectiva psicológica, se produciría por un movimiento muscular inconsciente, que da la impresión de ser ajeno a los que están en la reunión. “Ey, yo no la muevo”, te prometen los involucrados. Y la realidad es que la mueven entre todos, por más que no se den cuenta.

La “moda Ouija” se hizo masiva a fines del siglo XIX. Elijah Bond era un abogado barbudo que notó que conversar con los fiambres se estaba volviendo un entretenimiento fashion. Se le ocurrió inventar un tablero que sirviera para eso. Consiguió el apoyo de otro empresario, Charles Kennard, que dicho sea de paso se parecía más a Edgar Allan Poe después de tomarse un litro de ajenjo que a un capitalista próspero. Registraron la patente el 10 de febrero de 1891, y parece que a los espíritus les importó un pepino porque al toque se fundieron y hubo que venderle el invento a un ex empleado astuto, William Fuld.

William le dio un empujón al negocio. Insistió en que el nombre “Oui-ja” no venía de la antigua lengua egipcia –como fabulaban sus predecesores–sino que significaba “sí-sí”, ya que oui es “sí” en francés y ja es “sí” en alemán. Le iba bien: el producto se vendía y el edificio donde lo hacían ya tenía tres pisos. El 24 de febrero de 1927 se subió al techo de su fábrica para supervisar el cambio de una bandera. Canchero, se apoyó en una baranda floja y pasó de largo. Un palo de aquéllos. Ya en el hospital, le hizo prometer a su familia que no venderían los derechos de comercialización del tablero. Fue una de sus últimas frases. Treinta y nueve años después del porrazo –en 1966–, los herederos le pasaron la patente a los Parker Brothers, que son los dueños del Monopoly.

Así es como hoy la tablita se vende a unos veinticinco dólares. Claro que los que no están dispuestos a pagar esa pequeña fortuna para saludar al bisabuelo optan por la copita. Sin embargo, ninguno de los dos métodos suele dar información que no conozcan los que están presentes. “Es posible que haya excepciones –advierte Parra, ya cerca del final de la entrevista–. Una vuelta estábamos haciendo una práctica y apareció una dirección: Aristóbulo del Valle 2682. En la mitad de la reunión hicimos un descanso y se me acercó una chica que había ido como observadora, para contarme que justo en ese lugar habían asaltado y asesinado a su marido. Es el caso más interesante que viví en ese sentido. Nadie más tenía el dato. De todas maneras, siempre hay que hacer lo posible por no caer en el pensamiento mágico. No es malo sorprenderse, pero es mejor pensar explicaciones.”

Abuelita dime tú

–¿Así que te encontraste con “algo”?

–Sí, me desperté a la madrugada. Al principio era apenas una sombra. Después pude fijarme mejor.

–¿Pero era una sombra de animal? ¿De humano?

Sole R. hace una pausa, como tomando envión antes de soltar, en voz muy baja:

–No, era la imagen de mi abuela. La noche en que se me apareció se estaba muriendo.

Sole R. tiene trece y es la entrevistada más chica de la tanda. No hace mucho acudió a una institución de apoyo contando que cuando estaba sola sentía que la observaban. “Me gustaría saber qué es lo que me pasa”, anotó en el mail, tan escueta en la palabra escrita como en la charla telefónica. Si uno se resiste a la tentación de diagnosticarle paranoia o psicosis, su relato da un poco de cuiqui. Coincide, eso sí, con una gran cantidad de testimonios en los que las supuestas “apariciones” corresponden a seres queridos. Maru G. es más grande, tiene 22. Labura en el poco metafísico universo de la odontología, y no obstante comparte con Sole R. la experiencia de tener su propia abuelita espectral: “Desde chica, cuando me siento sola o mal, la veo a ella. Y eso que no se me ha dado por jugar al juego de la copa, ni me llaman la atención las religiones raras. Lo tomo como algo natural”, confiesa.

Aunque no les guste hablar, ni quieran figurar en las fotos, Soledad y Maru suponen que no son las únicas que se cruzan con esos “fenómenos”. De hecho, el psicólogo Parra puntualiza que “las investigaciones que se han hecho con estudiantes de psicología de entre 18 y 25 años –una en la UBA hace diez años, y otra en la Universidad Abierta Interamericana en 2003–arrojaron cifras relativamente fijas. Alrededor de un 70 por ciento admite haber tenido sueños premonitorios, en tanto que un 35 por ciento habla de haber sentido ‘que se salía de su cuerpo’. Por último, uno de cada diez encuestados menciona a las apariciones”.

“En más de un sentido, las experiencias paranormales son un tabú –concluye Parra–. Así como hace cien años no se hablaba de sexo por pudor, hoy quien se interesa en esto se expone a la burla o a los chantas.” Se estima que entre quienes han pasado por “vivencias extrañas”, la abrumadora mayoría no lo comenta. Y del 20 por ciento que sí pide ayuda, la mitad no recurre a médicos, psicólogos u otros profesionales, sino que se limitan a plantearle el problema a la familia o los amigos.

Lugares de miedo

En una habitación tranquila y silenciosa, la mascota corre súbitamente a esconderse, o se cuelga siguiendo con la mirada a algo o alguien que no se ve. ¿Qué onda? Los veterinarios repiten que se debe a que los bichos captan más ruidos y olores que los humanos. Pero nada va a convencer a Facundo de que es tan simple. “Desde que era chico –tengo dieciséis–veo sombras cuando me quedo solo. Generalmente estoy en mi pieza y noto que de golpe el perro se pone intranquilo. Entonces lo sigo para ver qué quiere y ahí veo que se dibuja un contorno en el reflejo de la ventana. La solución es poner los parlantes de la computadora al máximo e irme afuera un rato, a ver si lo que sea que está ahí se va.” El flaco recalca que es uno del montón: “No pertenezco a ninguna tribu que pudieras asociar con esos intereses, soy un chabón cualquiera”.

Obviamente, “cosas raras” pasan en todas partes. En el interior del país, más todavía. Ahora estamos en Mercedes, provincia de Corrientes, tomando mate en un taxi. Es una mañana con rocío, hace exactamente un año. La ruta tiene una capa de niebla que no llega a ser molesta porque el paro rural impide la circulación de los camiones, y por lo tanto el tráfico sigue siendo escaso. Vamos en dirección al cementerio de la ciudad porque la noche anterior se ha incendiado la tumba de Ramoncito, un niño que fue sacrificado en un crimen ritual que –se sospecha–fue financiado por varios peces gordos de la zona.

–¿Qué pasó? –tantea el periodista al llegar al camposanto–. ¿Quemaron la tumba de Ramoncito?

–No. Se prendió fuego sola… –responde Ramón “Patrón” Duarte, el sepulturero.

–¿Sola? ¿Está seguro? ¿Quién cuida acá después de las diez?

–Nadie, gurí. No quieren agarrar el puesto. Tienen miedo.

El aire hace remolinos por los mausoleos. Patrón Duarte mide casi dos metros y tiene once hijos. Cuando entra en confianza, jura que a veces, al atardecer, ve llamas dispersándose entre las lápidas. “No hace mucho –se transporta–caminaba yo por acá. En eso empecé a sentir discusiones a la altura del suelo. Me quedé congelado. Hasta que escuché un grito de ahí abajo y rajé.” Divertido, abre grande su bocaza. La cierra de golpe y remata serio: “No, yo ya no vengo si no hay luz”.

La tumba de Ramoncito es un montículo insulso, salvo por la negrura que le ha dado el fuego. Tiene un par de flores de plástico derretidas. Alrededor, cactus y silencio. Esta vez los espíritus no dicen nada.

¡El NO chatea con el más allá!

Ojo, tampoco hay que dejarse mambear. Si hay una hipótesis lógica, mejor usar ésa. Ejemplo: vas a revisar los mails y ves que recibiste uno de Fulano, un viejo amigo que te saluda después de mucho tiempo. Todo joya, excepto que Fulano se murió hace seis meses. A no alarmarse. Hay compañías que te cobran unos mangos por enviar, desde tu casilla y una vez que hayas pasado a mejor vida, los correos que vos redactes, de forma que puedas seguir presente en la cotidianidad de tus amigos (o enemigos). En www.deathswitch.comse ofrece “un servicio automático que le pedirá periódicamente que confirme estar vivo. De no hacerlo, el sistema deduce que usted ha fallecido, y los mensajes preparados para esa ocasión serán enviados a quien desee”. O sea que lo que parece obra de Mandinga suele ser nada más que un negocio. Atenti.

Y ya que estamos con Mandinga: siete días después de arrancar con la pesquisa, Irene, la chica del boliche dark, cumple su promesa y toca el portero. “¿Todo listo?”, saluda, antes de pasar al cuchitril de este cronista. Completa el trío Angel, un colega súper racional que no logra disimular la inquietud. Por suerte Irene tiene unas gambas capaces de hacer que Víctor Sueiro decida pegar la vuelta, así que la turbación tiende a ser reemplazada por otros impulsos. La mina abre su bolso y saca una copita, un cartón con letras, velas y sahumerios. Allá vamos.

Arriba de la cama está El gran libro de la Ouija, un engendro que publicó la editorial El Arca de Papel en 2001. Lo que se insinúa en la página 54 da escalofríos. “Hay veces –se ataja Bruno Betz, el presunto autor– en que Satanás se camufla como espíritu bueno. Si esto ocurre hay soluciones: hay que soplar el vaso tratando de llenarlo de aire; o romperlo. Y si esto tampoco funciona, lo más aconsejable es intentar salir lo más rápidamente posible de la habitación.” ¡Mi habitación!

El detalle es que el departamento es un monoambiente. Si aparece el diablo, ¿habrá que irse a dormir a la vereda? Por precaución, el equipo ha colocado un dream team santero arriba de la mesa. Está la medalla de San Benito –”poderosa arma de exorcismo”, según una tía–; un San La Muerte de hueso y una estampita de San Roque de ésas que te encajan en el subte. Los improvisados “médiums” se ubican en ronda, borroneados por el humo de los sahumerios. No vuela una mosca. Los dedos sobre el cristal. Ojos cerrados. Concentración. Primero se siente como si el objeto palpitara, y a continuación ese latido se convierte en un trazado circular.

–¿Hay alguien ahí?

–Sí –contesta la copa.

–¿Te podemos hacer una entrevista?

–Sí.

–¿Cómo te llamás?

–C-e-f-i-p.

Los participantes se miran. Más que el nombre de un espíritu, parece el de una dependencia del Gobierno. Igual Cefip se sigue desplazando, por lo que el chat no se detiene.

–No te entendemos ¿Nos podés repetir?

–G-u-e-m-e-s.

“Che, esto es cualquiera”, desliza Angel por lo bajo. “Shh… ¡respeto!”, retruca Irene, re convencida.

–Gracias. Contános, Güemes: ¿se puede acceder a los diarios ahí donde estás?

–Sí.

–¿Y vos qué leés?

Creer o reventar, la copita va directo al sector de la tabla donde está marcado el NO. La pucha, este suplemento llega cada vez a más generaciones. Lástima que el resto de las sílabas que articula “la presencia” sean un bolazo. O es puro chamuyo, o hace falta que colabore en la sesión un entendido posta. Al rato Irene –que en el fondo es una comunista con crisis de identidad– se larga a consultarle al finadito acerca de sus dudas existenciales. Pero cuando le pregunta: “¿vos pensás que soy peronista?”, la tentación explota en carcajada generalizada. Y la copa –o lo que haya sido– no se mueve más (esperemos).

* Más info: Instituto de Psicología Paranormal:www.alipsi.com.ar. Asociación Argentina de Lucha contra las pseudo ciencias:www.asalup.net

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