Con este Bajas Vibraciones que hace el número 30 se cierra un ciclo en mi evolución personal; su contenido son algunas de las reflexiones que me han llevado a decantarme, a escoger, como hizo en su día Albert Einstein: “Más allá está un mundo inmenso, que existe al margen  de nosotros, los seres humanos, y que se nos muestra como un grandioso y eterno enigma, aunque parcialmente accesible a nuestro análisis y especulación. La contemplación de este mundo nos llama como una liberación… El camino hasta este paraíso no es tan confortable ni tentador como el que conduce al edén religioso, aunque se nos ha mostrado seguro y digno de confianza. Por mi parte, no lamento en absoluto haberlo escogido.” 

Quizás alguien que esté intentando aclarar sus ideas encuentre útil el presente escrito. También, aquellos que ya llegaron a algún tipo de convencimiento, puedan obtener aquí algo con lo que enriquecerse, ya sea por contraste o confirmación. Sin embargo, no se recomienda esta lectura a quienes están determinados a mantener su fe más allá de todo razonamiento. Cabe la posibilidad de que estas personas se sientan molestas con las opiniones vertidas, y es seguro que no van a obtener nada positivo. 

Para evitar confusiones y sorpresas desagradables, lo diré más claro: en esta entrega de Bajas Vibraciones se afirma la inexistencia de Dios sin ninguna soberbia ni ánimo de enfrentamiento, sino en base a las evidencias contempladas y, sobre todo, ante la ausencia de las mismas (reacuérdese que, aunque los teólogos se empeñen en lo contrario, corresponde aportar pruebas a quien afirma algo extraordinario). Esto, afirmar la inexistencia de Dios, tiene el mismo valor informativo que negar su existencia; sin embargo, la carga emocional es distinta, y agradecería que este matiz fuese tenido en cuenta por el lector. 

LAS AUTORIDADES ESPRITUALES Y UN NIÑO EN EDAD ESCOLAR (“La voluntad de creer” de William James) ADVIERTEN QUE “LA FE ES CUANDO SE CREE EN ALGO QUE UNO SABE QUE NO PUEDE SER VERDADERO” 

Hace algún tiempo que tomé conciencia de mi cuota de responsabilidad en este mundo, y decidí que, en lugar de ser la seis mil millonésima parte del problema, haría todo lo posible para aportar mi granito de arena a la solución. 

Son muchos los temas que captan mi interés, pero por encima de todos me preocupan las actitudes de los seres humanos para con los de su misma especie, ya que parto de la convicción en que el trato dispensado a un semejante determina, en la mayoría de los casos, nuestra actitud hacia todos los demás seres. 

A poco que se analice la cuestión, se comprende la necesidad de la no explotación del hombre por el hombre, de la cooperación en lugar de la competencia, del control de la natalidad como alternativa a las masacres, las epidemias y las hambrunas y, por supuesto, de la abolición de la guerra; y, por extensión, del fin de la violencia como recurso para que los humanos resuelvan sus diferencias. Sin duda, hay muchas razones que explican por qué las cosas son como son. Pero en cuanto al por qué siguen siendo así, a pesar que cualquiera es capaz de imaginar un mundo mejor, destaca una: la religión.  

Todos los seres vivos tienen una orientación al bienestar según su grado de complejidad. Cuando los cachorros y juegan, no lo hacen porque sean conscientes de su necesidad de aprender y ejercitarse, sino porque ello les reporta satisfacción. Cuando los animales practican sexo, no están pensado en la necesidad de perpetuar la especie, simplemente buscan disfrutar. 

El ser humano, en función de una mente más compleja, tuvo la necesidad de aliviar el estrés que le producía el sentirse impotente ante las calamidades de la vida en un entorno inhóspito. Imaginando entes sobrenaturales que gobernaban los fenómenos naturales, el humano primitivo lograba dotar de sentido su mundo. Los accidentes, una muerte prematura y las desgracias en general podían ser explicados por la furia de tal o cual espíritu que, de alguna manera, había resultado ofendido. Para aplacar la ira de estos primitivos dioses y ganarse sus favores, se inventó la religión y los rituales. Ahora, el homo religioso, si bien seguía sin poder controlar su entorno, al menos vivía la reconfortante fantasía de poder influir en él por mediación divina. 

El caso es que, en la mente del hombre actual, perdura la necesidad de crear dioses y depositar en sus manos todo lo que escapa a nuestra capacidad de acción. Especialmente, en los momentos duros de la vida, en la desesperación, puede aflorar en nosotros la necesidad de evadirnos de la cruenta realidad. La creencia en “la otra vida” no es más que una bonita fantasía que calma nuestro terror ante la muerte que, a su vez, viene dictado por el instinto de supervivencia. 

En su día la religión fue la única forma de intentar comprender y controlar el entorno y, como se ha dicho, de sofocar el estrés que produce tener una mayor consciencia. La humanidad ha hecho suyos muchos valores positivos promovidos por distintas creencias, pero desgraciadamente, las sociedades también han quedado impregnadas con sus peores defectos. 

A poco que se observe y se reflexione puede verse como, en el guiso de los problemas antes expuestos (explotación, natalidad incontrolada, guerra…) y otros muchos que no expongo por razones de espacio, se encuentra el necesario ingrediente religioso. En la explotación, porque la promesa de una recompensa en la otra vida siempre ha servido para mantener sumiso al oprimido; en la sobrepoblación del mundo, porque las autoridades religiosas de las confesiones mayoritarias siempre se han opuesto con uñas y dientes al control de la natalidad; en la guerra, porque no ha habido conflicto en el que dios y sus representantes no estuviesen de parte de todos los contendientes. Es más, muchos de los peores enfrentamientos han estado basados en las diferencias religiosas. Incluso lo que ahora se llama violencia de género, no hace mucho era considerado como el oportuno correctivo que el hombre aplicaba a la mujer (de su propiedad) con el respaldo moral de los textos sagrados y el aplauso de los líderes religiosos y la comunidad. 

Con todo, he llegado a la conclusión que, si alguna vez la religión fue de alguna utilidad, hoy por hoy es ante todo un obstáculo para la fraternidad universal y representa un peligroso lastre para el futuro del ser humano. Así, vengo a coincidir plenamente con John Adams, presidente de los EEUU de 1797 a 1801, cuando dice: "Este mundo sería el mejor de todos los mundos posibles si no hubiera ninguna religión." Porque, como afirma Steven Weinberg, físico, premio Nobel, "Con o sin ella [la religión], habría buena gente haciendo cosas buenas, y gente malvada haciendo cosas malas, pero para que la buena gente haga cosas malas hace falta religión."  

Más que el opio del pueblo, la religión parece una droga de diseño que, por un lado, potencia lo peor del ser humano, ya que nunca practicamos el mal tan completa y alegremente como cuando lo hacen por convicción religiosa; y por otra parte, lo más positivo que las religiones han aportado al mundo, es decir, las enseñanzas éticas, se debilitan por estar atadas a dogmas que no soportan el análisis. 

Pero no son únicamente los dogmas de tal o cual confesión los que no soportan un análisis crítico; es el mundo espiritual en si mismo, es decir, los cimientos de toda religión, así como de cualquier tipo de superchería antigua o moderna, el que a la luz de la lógica queda reducido a la nada y se demuestra claramente como lo que es: el producto de la mente primitiva sumida en la más pura ignorancia. 

Es cierto que con los modernos conocimientos de la ciencia podemos especular con la existencia de universos paralelos, pero otra cosa muy distinta es considerar que uno de esos universos es el mundo espiritual. Y lo que es peor todavía, dar por sentado que, aunque nuestros sentidos no lo captan, ese mundo está entrelazado con el nuestro de forma que sus moradores pueden intervenir a placer en los asuntos humanos. Esta concepción no es más que el animismo primitivo que subyace en las mentes de los creyentes actuales. 

Aun en el siglo XXI, muchísimas personas viven convencidas de que Dios, el demonio y los santos (sustitutos modernos de los infinitos dioses menores propios del politeísmo), así como toda clase de espíritus benignos o malignos, pululan por doquier interactuando con las cosas materiales e influyendo en los acontecimientos en respuesta a las plegarias, o manteniéndose indiferentes ante la ausencia de ellas. 

Por supuesto, no hay, ni habrá jamás, ninguna evidencia del mundo espiritual más allá de las mentes que interpretan los sucesos de forma subjetiva y tosca, pero siempre acorde a sus creencias. Así, cuando a un devoto le sonríe las vida, no duda en atribuirlo a un premio que le dispensa la gracia divina por su fidelidad; si las cosas le van realmente mal, piensa que Dios está poniendo a prueba su fe; y finalmente, si a un sujeto más que detestable todo le sale a pedir de boca, o sucede una de tantas desgracias en las que mueren o padecen terribles sufrimientos las criaturas más inocentes, siempre hay toda una baraja de cartas escondida en la manga del creyente: “Los caminos del Señor son inescrutables”, “Dios escribe recto con renglones torcidos”, “¿quién soy yo para juzgar a Dios?”, “cuestionar la voluntad divina es un acto de soberbia que nace de la poca de fe”, etc. 

En el antiguo debate entre el conocimiento y la superstición, ésta última siempre ha visto sus argumentos sobradamente refutados. Es por eso que, cuando no ha recurrido a la imposición, a la persecución y al asesinato de los disidentes, a imitado al avestruz escondiendo su cabeza en la tierra para huir de la evidencia. Y no sólo eso; esta actitud infantil y cobarde se ha formalizado y ha dado origen a la corriente teológica que conocemos como fideísmo. El fideísmo se justifica en la falacia que la gente se salva por la fe y que, por consiguiente, si la existencia de Dios puede ser probada, la fe sería irrelevante. Así, y aunque pueda sonar a chiste, los teólogos afirman que sus elucubraciones religiosas son verdaderas, precisamente porque no existe ninguna prueba de la existencia de Dios ni de cualquiera otra de sus fantasías sobrenaturales. En resumen, el fideísmo enseña que el razonamiento y las evidencias son contrarios a la fe.  

Quienes dan por sentado la existencia de lo espiritual (entes invisibles sin cuerpo físico, pero dotados de personalidad, pensamiento, voluntad y capacidad de acción), suelen recurrir al argumento simplista de la dualidad, cuerpo-alma, materia-espíritu, tierra-cielo,… sin embargo, olvidan o desconocen que la materia es también energía. Y son precisamente esos mecanismos energéticos (muchos de los cuales aun desconocemos en profundidad) los que explican la amplia gama de fenómenos que, desde siempre, los creyentes atribuyen al mundo espiritual. 

Las cosas están tan claras a día de hoy, que uno no puede dejar de sorprenderse de la existencia de un número tan elevado de creyentes (muy pocos practicantes). Y, si bien la cantidad aumenta entre las poblaciones sin instrucción, no es algo exclusivo de ellas; muchísimas personas con estudios, incluso universitarios, engrosan los millones fieles que pueblan el mundo. 

Entre las razones que explican esta realidad se encuentra la tradición; es decir, la transmisión de creencias de padres a hijos. La mayoría de los mitos religiosos se remontan a los tiempos prehistóricos; es decir, cuando las tradiciones se trasmitían oralmente y eran “reelaboradas” y “enriquecidas” continuamente según el gusto y las necesidades del momento. Pero por muy antigua que sea una historia, eso no la hace más verdadera; ni siquiera, aunque en determinado momento se haya plasmado por escrito en un libro sagrado que, con el transcurrir del tiempo y el avance del conocimiento, pone de relieve que todo es un absurdo anacrónico. 

Lamentablemente, está bien visto en casi todo el mundo que a los niños se les inyecten grandes cantidades de patrañas y, al carecer de pensamiento crítico, las aceptarán como válidas, condicionarán el resto de sus vidas, e incluso, les costará la vida, como es el caso de quienes han guerreado por pequeñas diferencias de interpretación teológica, o de quienes se suicidan estrellando un avión cargado de pasajeros contra un rascacielos, convencido de que inmediatamente después se encontrará entre sus 72 vírgenes prometidas. 

Otra de las razones que aportan luz al asunto es la “autoridad”; esto es: que se ha de creer algo porque alguien importante lo dice. Suele ser un argumento muy recurrente de los creyentes el achacarle esto mismo la ciencia, pero la gran diferencia, que suelen olvidar muy a propósito, es que en materia de religión no hay forma posible de comprobar las cosas por uno mismo, ya que no hay ninguna evidencia; mientras que la “autoridad” en ciencia basa sus conclusiones en la observación objetiva de los hechos. Cuando la comunidad científica asume algo como válido, siempre tenemos la posibilidad de verificarlo; sólo que, a veces, eso supone dedicar mucho esfuerzo y tiempo al estudio, por lo que la mayoría de las personas prefieren aceptarlo sin más. 

Las creencias también se pueden basar en la “revelación”. Este término se aplica a una amplia gama de fenómenos; desde una simple corazonada o un sueño, hasta la alucinación más completa, con “señales” psicosomáticas incluidas. Los profesionales de la salud mental pueden explicar los diversos procesos mentales que pueden dar lugar a estos fenómenos. No es necesario estar enfermo, basta con combinar cierto grado de obsesión por un tema con el ayuno prolongado, la falta de descanso, el uso de drogas, etc. 

En cualquier caso, ya se trate de una corazonada o de la más realista de las visiones, hemos de convenir que una revelación por si sola no es una buena razón para creer nada. Todos tenemos sensaciones interiores que en ocasiones resultan ser ciertas y totalmente erróneas otras. Es decir, nuestras corazonadas necesitan el respaldo de la evidencia para ser tomadas en serio. 

En una en cuesta realizada en España por el Centro de Investigaciones Sociológicas en 2004, respecto de la afirmación “Con frecuencia confiamos demasiado en la ciencia y no lo suficiente en los sentimientos y en la fe”, el 56,3 % se mostraba de acuerdo o totalmente de acuerdo, mientras que los que estaban en desacuerdo o totalmente en desacuerdo sólo suman el 17%. A estos porcentajes hay que añadir un 17,3 % que no está ni de acuerdo ni en desacuerdo y un 9,31 % entre quienes no saben o no contestan. 

De una primera observación de estos datos (hay más, pero resultaría aburrido) se desprende que hay un profundo desconocimiento de lo que es la ciencia; y, como es habitual, aquello que no se conoce se teme. A pesar de que en los últimos 150 años el desarrollo tecnológico ha contribuido como nunca a nuestro bienestar, el ciudadano medio, alimentado por el sensacionalismo de los medios de comunicación y por charlatanes que, cada vez más, encuentran amparo en ellos, no sólo parece incapaz de valorar adecuadamente las aportaciones prácticas del conocimiento, sino que además se muestra reticente respecto de la actividad de la comunidad científica. Así mismo, intoxicado por instituciones religiosas y para-religiosas que necesitan la oscuridad para brillar, y que hacen el juego a determinados intereses políticos, la mayoría llega a oponerse a ciertas áreas de investigación que son decisivas para nuestro futuro.  

Con ese panorama y esos porcentajes de opinión, no cabe esperar que los políticos se vuelquen en apoyo de la investigación. Esto significa, por ejemplo, que un número indeterminado de personas morirán porque aun no se sabe curar su enfermedad, que muchos problemas medioambientales quedarán sin una respuesta a tiempo, etc. 

Pero el ejemplo español no es más que un botón de muestra de lo que está sucediendo a nivel global. Influido por un amplio espectro de pensamiento irracional, el mundo ha entrando en nuevo período de oscurantismo que ya ha teniendo sus consecuencias, y presagia un futuro incierto para la humanidad; porque, no lo olvidemos, el futuro de una civilización depende de su cultura. 

Algunos escépticos (personas partidarias de la observación y el análisis) hemos llegado independientemente a la convicción común en que es necesario oponerse con fuerza al retroceso de la razón en los medios de comunicación y a la injerencia de las instituciones religiosas en la vida política y en el sistema educativo en particular. 

Sabemos que las grandes organizaciones religiosas, las confesiones excluyentes, tienen mecanismos de captación y propaganda perfeccionados durante siglos, y el incondicional apoyo de personas relevantes que se prestan a tender esas trampas ideológicas que impiden al pueblo tomar consciencia del crítico momento histórico que vivimos. 

Sabemos también, que los verdaderos enemigos de la razón no son los creyentes, sino otros escépticos (en su fuero interno) que promueven la credulidad para beneficiarse personalmente. Muchos de estos embaucadores no dudan en fingir nobles objetivos, y suelen utilizar un lenguaje que imita al de la ciencia para disfrazar sus patrañas y hacerlas aceptables ante quienes no tienen muy ejercitado su sentido crítico o, simplemente, carecen de referentes con los que contrastar todas y cada una de las estupideces y mentiras pseudo-científicas que ven la luz a diario. Personalmente, no soy amigo de ningún tipo censura, y me desagradaría profundamente que desde la causa de la razón se abanderase una moderna caza de brujas. No es este el estilo ni el camino que considero correcto. 

Debemos apelar a la responsabilidad de los medios de comunicación para que, si bien mantienen espacios en los que se promueve la ignorancia porque, según dicen el público los demanda, al menos adviertan puntualmente sobre la naturaleza y la calidad de las informaciones que proporcionan. El televidente, el oyente de radio y el lector de un periódico pueden ver, oír y leer lo que les venga en gana; es seguro que ellos aprecian esa libertad, pero también apreciarán que no se les confunda. Es justo que si les engañan aquellos que dicen tener la vocación de informar, al menos, lo hagan con su consentimiento. 

Algo más exigentes podemos ser con los medios de comunicación de titularidad pública y con el sistema educativo en el marco de un estado laico. Desde lo público debe practicarse la tolerancia cero hacia cualquier atisbo irracionalidad y superchería, por muy tradicionales y aceptadas que estas sean. Aunque pueda parecer impopular a algunos, no hay justificación posible para que una democracia moderna apoye y financie la incultura, salvo que mediante un referéndum expresemos de forma inequívoca nuestra voluntad mayoritaria de convertirnos para un pueblo estúpido y amante de la ignorancia.