IGUAL que ocurre con Freud, a Darwin se le suelen atribuir más ideas originales de las que en realidad son suyas. Esto es algo que forma parte del proceso de mitificación de los personajes históricos con relevancia intelectual. El personaje se agranda en la memoria colectiva por la vía de adjudicarle unos cuantos logros ajenos. De este modo, termina convertido en un mito, en un solitario héroe de la cultura. La teoría de la evolución por selección natural no surgió de la nada, ni Darwin se la sacó de su flamante chistera de caballero victoriano. A lo largo de la Historia muchos filósofos y científicos contribuyeron a edificar esta teoría, y lo que hizo finalmente Darwin fue ponerle el tejado. Citaremos a algunos de ellos.

Todo empezó -por así decirlo- con Leucipo y Demócrito en el siglo V a. de C. Los dos filósofos griegos pensaron que lo único realmente existente es la materia física, formada por átomos y dotada de un movimiento que se produce al azar sin ningún propósito ni sentido. Esta fue la primera gran cosmovisión alternativa a la vieja idea mítica de la creación intencional y significante del universo, los seres vivos y el hombre por los dioses.

Aristóteles, que realizó minuciosos estudios de botánica y zoología, no aceptó una creación divina específica para todas y cada una de las numerosísimas formas de vida que hay, pero tampoco admitió una posible evolución de las especies, pues estaba metafísicamente convencido de que estas eran inmutables y eternas en su forma.

Los pensadores ilustrados franceses del siglo XVIII, naturalistas como el conde de Buffon y escritores como D’Holbach o Diderot, dieron un paso decisivo. Desde su filosofía materialista descartaron cualquier tipo de intervención sobrenatural en los procesos naturales, sosteniendo además que el hombre y las diversas especies surgieron de una evolución constante de la vida a partir de formas primitivas y de ancestros comunes. La teoría de la evolución se puso en marcha de este modo (por tanto, no es original de Darwin) y ahora necesitaba pruebas científicas que la avalasen.

Las pruebas empezaron a llegar de la geología por medio del estudio del registro de las especies fósiles en diferentes partes del mundo. Antes de que Darwin hiciese sus propios trabajos de campo en los acantilados de las islas de Cabo Verde, en su viaje en el buque ‘Beagle’ en 1831, investigadores como el francés Cuvier, el padre de la paleontología moderna, se vieron obligados a admitir (a pesar de sus creencias religiosas) que la columna geológica demostraba una clara sucesión de los seres vivos a lo largo de millones de años. El relato del Génesis no podía ser más que una alegoría. Décadas después se descubrieron los restos óseos de numerosos homínidos.

Fue Lamarck, en 1802, el primero en publicar una teoría explicativa de la evolución orgánica. Pensó que una fuerza interna material, una especie de fluido nervioso, empujaba a los organismos vivos a crecer, progresar en su desarrollo y transformarse en especies cada vez más complejas y mejor adaptadas. El proceso de cambio sería constante. Los organismos más especializados representaban líneas más antiguas que las de los menos especializados. Las características adquiridas por algunos individuos se transmitirían a la generación siguiente. La progresión sería lineal y hacia una mayor complejidad. Su ejemplo más conocido fue el de los antepasados de la jirafa. Debido a la sequía en la sabana africana, el fluido nervioso se concentró de alguna manera en sus cuellos, consiguiendo a lo largo de varias generaciones que estos creciesen hasta alcanzar las hojas de los árboles. Así pudieron sobrevivir.

A su vuelta del viaje en el ‘Beagle’ un joven y ambicioso Darwin se había propuesto entender cómo funciona la evolución, cuál es el mecanismo que la pone en movimiento. Las ideas de Lamarck sobre el fluido interno, aunque material, no le resultaban convincentes. Inició la búsqueda de una clave explicativa mejor y terminó por encontrarla en sus lecturas de la obra de algunos economistas liberales y utilitaristas. En particular, el ‘Ensayo sobre el principio de la población’, de Thomas Malthus, le proporcionó la idea definitiva. Según Malthus, las especies (también la humana) se reproducen con unas tasas de natalidad que resultan insostenibles al no haber alimentos suficientes para todos, lo que desencadena una lucha competitiva entre los individuos en la que solo sobreviven los mejor dotados. Más aun: la competición y la lucha serían necesarias para lograr el progreso económico y social humano. De inmediato, Darwin dedujo la idea de la selección natural como clave que podía explicar la evolución de la vida orgánica. La comentó con algunos colegas, pero no publicó nada.

Durante los veinte años que duró el silencio editorial de Darwin, el filósofo Herbert Spencer acuñó en sus escritos teóricos la conocida expresión ‘supervivencia del más apto’, y el naturalista Alfred Russel Wallace elaboró por su cuenta un texto que contenía, punto por punto, los conceptos fundamentales de la selección natural y que envió a Darwin en el año 1858 dejándole de una pieza. Finalmente, Darwin publicó en 1859 ‘El origen de las especies por medio de la selección natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la existencia’.

Fuente:

http://www.nortecastilla.es/prensa/20061228/articulos_opinion/darwin-ayudaron_20061228.html