Xavier Sáez-Llorens
xsaezll@cwpanama.net

Mi consorte me había pedido evitar, lo más posible, plasmar públicamente mis ideas sobre tópicos religiosos. Comprendo sus razones. Nuestra sociedad es todavía ideológicamente intolerante e intelectualmente inmadura para debatir, con elegancia y argumento, temas tradicionalmente intocables. Entiendo también la posición de líderes eclesiales y apologistas bíblicos de defender, contra viento y marea, sus creencias monoteístas particulares.

Es el modus vivendis de estas personas, quienes obtienen sustento diario o protagonismo social mediante sermones, procesiones o predicaciones de su anhelada verdad. Lo que resulta inadmisible es que despotriquen, desde sus púlpitos parroquiales o tribunas neoinquisidoras, contra personas que desafíen sus dogmas, utilizando descrédito sobre debate o arrebato sobre palabra. Confieso, sin embargo, que ese tipo de aspavientos medievales tampoco perturba mi sueño. Lo repetiré cuantas veces haga falta.

Todo individuo, amparado bajo propias ideas, tradiciones y necesidades sicológicas, es libre de creer en deidades, hijos divinos, santos, extraterrestres, espíritus cósmicos, fantasmas, "tuliviejas" o "chupacabras". Eso lo respeto porque soy un férreo defensor de la libertad individual. Pero cuando la religión institucional, esa acostumbrada a pactar con gobiernos para ganar poder, prebendas y dogmatizar la educación infantil, afecta a terceros y estigmatiza a minorías, mi voz disidente continuará alta y clara, por más que se intente erosionar mi apellido.

En las últimas semanas, varios ciudadanos han escrito imprecisiones, tergiversaciones y simplicidades sobre la relación entre ciencia y religión. No podía mantenerme silente, sería complicidad pasiva. Tendré, chichiribob, que reconciliarme contigo de alguna otra manera. Por supuesto, la ciencia y religión son compatibles. Existen científicos creyentes y religiosos amantes del método experimental. En la más reciente encuesta de la Academia de Ciencias de Estados Unidos, cuna de las mejores mentes del mundo, sólo 7% declaró creer en una deidad personal (Nature, julio 23, 1998). Conviene, sin embargo, definir con precisión el concepto de espiritualidad. Einstein, por ejemplo, hablaba de Dios a través de metáforas panteísticas, nada deístas y mucho menos teístas. Darwin nunca se arrepintió de sus posturas personales, pese al embuste de esa época por desvirtuar sus principios agnósticos. Uno de los que ayudó a decodificar el código genético, Francis Collins, es un creyente cabal. El otro descifrador, Craig Venter, es ateo radical. Hubo teólogos que tuvieron un papel destacado en ciencias. Giordano Bruno fue cautivado por el rigor del saber científico pero, por su osadía de atreverse a pensar, lo cremaron en la hoguera. La verdadera incompatibilidad ocurre entre la razón y la fe. Entre estas dos nociones no cabe ninguna relación vinculante. La razón se nutre de dudas y evidencias, la fe de esperanzas e hipotéticas revelaciones.

Por razones bioéticas y filosóficas, el hombre de ciencia, místico o escéptico, está en la obligación moral de criticar, denunciar e intentar modificar las doctrinas religiosas, cuando éstas afectan el bienestar público, la convivencia pacífica o el destino de la humanidad. ¿Cómo quedarse callado cuando l% de la población mundial está infectada por el virus del sida y se condena agriamente el uso del inofensivo y eficaz condón para prevenir su diseminación? ¿Cómo, cuando el crecimiento demográfico descontrolado, particularmente de gestaciones no deseadas, se favorece por la interferencia religiosa con las políticas y propagandas de anticoncepción de países pobres? ¿Cómo, cuando miles de mujeres mueren en países pobres por abortos clandestinos mientras las adolescentes adineradas usan técnicas preventivas o terminan sus incipientes fecundaciones en consultorios privados?

¿Cómo, cuando las mujeres humildes nicaragüenses no tienen derecho a abortar aunque sus vidas estén en peligro letal? ¿Cómo, cuando Bush invade Irak por mandato divino directo o los terroristas islámicos matan gente inocente en defensa de una guerra santa irracional? ¿Cómo, cuando palestinos y judíos intentan exterminarse por territorios de significado religioso basados en historietas acaecidas hace 2 milenios? ¿Cómo, si se obstaculiza la clonación terapéutica que pudiera salvar o aliviar a millones de personas afectadas por enfermedades crónicas o malignidades? ¿Cómo, si las alianzas entre políticos y religiosos inciden en las decisiones electorales de los países? ¿Cómo, si se intenta minimizar la enseñanza de la evolución de nuestras escuelas y reemplazarla con creacionismo, ahora disfrazado con un esmoquin de diseño inteligente? ¿Cómo, si se ha indemnizado a víctimas de pederastas, por décadas, para que los malhechores eclesiales evadieran las instancias carcelarias? ¿Cómo, si se trata a mujeres y homosexuales como ciudadanos de segunda categoría? ¿Cómo, si tantos niños mueren de hambruna o nacen malformados y se habla de un benévolo supervisor y no de una naturaleza ciega? ¿Cómo, si jerarcas católicos se alinearon con Franco y Pinochet, legitimando, por conveniencia, sus criminales dictaduras, burlando así a la justicia terrenal, única sentencia que podemos testificar los mortales. No me cabe en la cabeza que uno pueda permanecer impasible ante la solemnidad de tanto delito, hipocresía e insensatez.

No hay nada más preciado que la libertad. Ni siquiera el dinero o el sexo se le aproximan. La completa separación Iglesia-Estado es crítica para asegurar esta libertad. Resulta paradójico, por tanto, que defensores de este vital valor humano no protesten contra el adoctrinamiento masivo de niños en la escuela, actividad que debe pertenecer exclusivamente al ámbito privado familiar. Esos precoces cerebros son impregnados con ideas dogmáticas extremadamente difíciles de erradicar posteriormente. Si no permitimos que fluya el libre pensamiento y la capacidad de discernimiento en el niño, ese adulto no será nunca soberano de auténticas ideas. Lo que hay que enseñar es ética, tolerancia y valores universales, normas que no tienen adjudicación religiosa sino genético-ambiental.

Mantener a la muchedumbre en pobreza, analfabetismo y sumisión es el mejor caldo de cultivo para generar borregos, fanáticos y terroristas, al servicio del poder económico y religioso. Reaccionemos, antes que la polarización religiosa acabe consumiéndonos, unos a otros. Basta ya de vivir con engaños y miedos. Como dijo Steven Weinberg, premio Nobel de física, "el mundo necesita despertar de su milenaria pesadilla en creencias religiosas". Llegó la hora de resucitar a Nietzsche, apunto yo.

El autor es médico

Fuente:

http://www.prensa.com/hoy/opinion/831222.html