El miércoles último los rosarinos asistimos azorados a una suerte de “ira del hielo” –esa fue la frase que utilizó El Ciudadano para titular en su portada la información sobre el fenómeno–, cuando, pasadas las 17, la tarde se volvió noche y una inusual tormenta de granizo bombardeó sin piedad la ciudad provocando caos, destrucción y hasta lamentables hechos con víctimas fatales derivados del singular meteoro.

Los vecinos más memoriosos y entrados en años, que recuerdan varias tormentas bravas, lluvias, inundaciones, y hasta una atípica nevada allá por 1973, afirman no haber visto nunca antes una cosa semejante a esta reciente “pedrada celestial” en la ciudad del río marrón.
A tal punto que, seguramente, todos aquellos que presenciaron el singular evento –en el correcto significado de esta palabra tan bastardeada por el mal uso cotidiano– y sobre todo quienes más lo padecieron –en sus cuerpos, en sus automóviles, o en sus viviendas– no podrán olvidarlo jamás.
Y quizás, con el paso del tiempo, afirmarán que “ya lo vieron todo” si de calamidades caídas del cielo se trata.
Sin embargo, créase o no –y, a propósito, vaya desde aquí el homenaje para el actor Jack Palance, quien presentaba el programa televisivo de casos increíbles “Aunque usted no lo crea, de Ripley”, quien se nos fue este mes, a los 87 años–, la historia de la humanidad está plagada de fenómenos, naturales o no tanto, en los cuales desde el cielo caen cosas mucho más sorprendentes e inquietantes que la lluvia, la nieve y el granizo. E incluso más impactantes que algún que otro meteorito llegado del espacio.
Y la industria cinematográfica de Hollywood no fue ajena a estas rarezas celestiales. En la película Magnolia, filmada en 1999 por el director Paul Thomas Anderson, los personajes sufren por la desidia, el desencanto, la historia pasada y las personas que de una u otra manera los afectaron. Mientras uno busca devolver un dinero robado, dos personajes quieren suicidarse por desprecio a sí mismos y un policía corre en busca de un amor imposible. Es entonces cuando comienza una inopinada lluvia de ranas.
La tormenta que desde el principio de la película había amenazado con caer, pronto estalla en forma de miles de cuerpos de batracios chocando con fuerza contra autos, ventanas y piscinas. Las ranas entran a sus vidas de golpe, como una maldición bíblica, o quizás mejor como un relámpago de lucidez: el disparo que buscaba el propio cráneo termina fallando cuando una rana choca contra el arma. De la misma manera ese mismo destello choca contra todos los involucrados en una historia múltiple y los despierta de un sueño o una pesadilla. En aquella película las ranas son una señal divina, un lúcido momento en que todo se vuelve claro. Y aunque Magnolia es ficción, está inspirada en uno de los libros escritos por un hombre tan obsesionado con aquella vida, o lucidez, que llegaba de las alturas que dedicó toda su existencia a recopilar las historias de fenómenos similares de objetos caídos misteriosamente desde el cielo.
Charles Hoy Fort (1874-1932) era sin lugar a dudas un tipo peculiar. Autodidacta, escribió su autobiografía con tan sólo 25 años, y aunque trabajó un tiempo como periodista y también como taxidermista, gran parte de su vida la dedicó a la recopilación de hechos anómalos en la biblioteca de Nueva York.
Nacido en Albany, Nueva York, Fort logró fama internacional como autor iconoclasta de cuatro obras literarias, la más famosa de ellas titulada El libro de los condenados (The Book of the Damned, de 1919, único traducido al español y del cual poseo una añeja edición en mi biblioteca). También escribió New Lands (1923), Lo! (1931), y Wild Talents (1932), que atrajeron a un público interesado en sus datos sobre fenómenos extraños, como un mar-serpiente y los poltergeist, y también a muchos escritores de ciencia ficción inspirados por las especulaciones de Fort sobre presuntos visitantes extraterrestres.
Estigmatizado como “el enemigo de la ciencia” por The New York Times en la necrológica que el diario neoyorquino publicó para anunciar su muerte en 1932, Fort denominaba “condenados” a un montón de sucesos sobre los que la investigación no había podido dar fruto y los desechaba con desdén sin profundizar las causas o simplemente negándolos, por lo que sugería cambiar el paradigma mental y estar abiertos a conclusiones más osadas, no limitadas a priori por nuestra imagen del mundo, aunque sin abandonar el método científico si de verdad quería obtenerse cualquier conclusión de valor.
Así, Fort dedicó su vida a recolectar historias y testimonios de sucesos condenados por la ciencia ortodoxa y, en ocasiones, por el mismísimo sentido común. Hechos que las llamadas “voces autorizadas” tienden a obviar, ridiculizar o racionalizar con argumentos pueriles. De todos ellos dio cuenta Fort.
Y aunque las explicaciones que él elaboró –con más sentido del humor tanto en el fondo como en la forma de lo que a priori se pudiera pensar– sobre dichos fenómenos no resulten muy convincentes, tras su muerte su figura de buscador de lo increíble logró el reconocimiento en determinados ámbitos. A tal punto que aún hoy en los países anglosajones el término “forteano”, es sinónimo de inexplicable o sobrenatural.
Así describió su figura el escritor francés Jacques Bergier, autor de El retorno de los brujos: “Parecía una foca tímida. Tenía las piernas redondas y gruesas, vientre y trasero salientes y parecía carecer de cuello. Su cráneo era bastante voluminoso y estaba medio calvo; sobre su ancha nariz asiática se apoyaban las gafas con montura de acero; su bigote parecía el de Gurdjieff”.
Metódicamente, Fort “devoraba” sin pausa periódicos y revistas científicas, en busca de información. Recortaba y acumulaba notas hasta el punto de llegar a tener sus fichas ordenadas en 1.300 cajas de zapatos, intentando buscar un sentido global en todo ese caos.
En ocasiones se desesperaba, quizá sintiendo que estaba desperdiciando su vida en un empeño absurdo y llegó a quemar todos sus apuntes –que se contaban por decenas de miles e incluían libros inéditos ya terminados–. Por lo que se sabe, ese arrebato destructivo lo tuvo al menos dos veces en su vida, para luego, volver a empezar de cero.
Y un asunto en el que Fort hace especial hincapié es en el de las lluvias insólitas: a lo largo de la historia a caído del cielo absolutamente de todo, habiendo o no nubes, lluvia de todos los colores, olores y consistencias, sustancias de lo más variopintas, animales de todo tipo y tamaño, desde vivos a podridos. Lluvias de sangre y de carne, de monstruosos bloques de hielo, y cualquier otra cosa que uno pueda imaginar. Las explicaciones que se dan desde la ortodoxia suelen ser insatisfactorias, hablando de tornados y otros fuertes vientos, que son curiosamente selectivos a la hora de llevar, por poner el ejemplo clásico mostrado en Magnolia, sólo ranas y no hojas, barro u otros animales. Absurdo, sin duda. Pero veamos qué explicación se le ocurrió a Fort. Él decía que nuestra situación es parecida a la de peces abisales que ven caer de la superficie del mar a su mundo objetos y sustancias que les son extraños, ya que son incapaces de imaginar el mundo de la superficie al que no tienen acceso. Así, Fort habló de un “Supermar de los Sargazos” sobre la atmósfera, del que proceden todas esas cosas que no aciertan a explicar meteorólogos, astrónomos ni ningún otro científico. Ejemplos de este tipo de “lluvias inexplicables”, tanto en el pasado como en el presente, hay de sobra.

Ojalá que llueva café

En muchas partes del mundo, en numerosas ocasiones y en número monstruoso, cayeron del cielo ranas y sapos, y también caracoles marinos, gusanos y serpientes. También se ha visto gotear y aún chorrear sangre del cielo, y caer semillas y granos, así como carne de todo tipo, como si allá arriba navegaran una suerte de granjas invisibles.
Y aunque aún no se tenga noticia de una lluvia de perros y gatos, se han registrado fenómenos semejantes, y muchos de ellos no fueron completamente explicados. Los siguientes son sólo algunos ejemplos recogidos por el famoso Charles Fort y por muchos de sus seguidores en el mundo entero:
n Todos los años, al comienzo de la estación lluviosa, los habitantes de Yoro, en Honduras, preparan baldes, barriles, palanganas y redes para recoger los peces que van a caer del cielo. Y todos los años, hasta donde llega la memoria, han caído sardinas por barriles. La “lluvia de pescado”, como la llama la gente del lugar, suele comenzar de cuatro a cinco de la tarde y va seguida de tormentas eléctricas y fuertes vientos. El pescado es depositado vivo y coleando sobre una pradera que hay al sudoeste del pueblo.
n En 1833, una sustancia parecida a la lana cayó en trozos sobre grandes extensiones de campo cerca del pueblo francés de Montussan. En otros lugares hubo lluvia de un material que se asemejaba a seda en hilos ondulantes, como procedentes de una gran mercería.
n En 1870, el tejado de una casa de ópera en Sacramento, California, quedó cubierta por una lluvia de lagartijas acuáticas de entre cinco y veinte centímetros de longitud.
n El 28 de diciembre de 1857, durante el transcurso de una fuerte tormenta, las calles Montreal, Canadá, quedaron cubiertas por centenares de mejillones.
n En 1877, la ciudad de Memphis, Tennesse, recibió una lluvia de miles de serpientes de hasta 45 centímetros de largo. Se cree que fueron llevadas por un huracán lejano, pero no se pudo explicar la enorme cantidad de animales.
n En 1922, durante una tormenta de nieve en los Alpes suizos, cayó una lluvia de orugas, arañas y grandes hormigas.
n En 1956, los niños que salían de la escuela en Hanham, un suburbio de Bristol, Inglaterra, fueron sorprendidos por una lluvia de monedas de un penique.
n En julio de 1961, los trabajadores de un tejado en Shreveport, Louisiana, Estados Unidos, tuvieron que refugiarse cuando de una nube cayó una lluvia de duraznos.
n En abril de 1985, sobre un patio en St. Cloud, Minnesota, Estados Unidos, durante una tormenta cayeron varias estrellas de mar.
n En febrero de 1830, en Faridpur, India, cayó una lluvia de peces pequeños, muchas especies propias de ese país. Una gran cantidad fue aprovechada por los habitantes del pueblo para preparar comida. Se tiene registrada también una lluvia de peces en 1666 en Cranstead, Inglaterra, donde cayó una gran cantidad de peces marinos, a pesar de que el mar estaba a más de diez kilómetros de distancia.
n El 2 y el 11 de setiembre de 1857 llovió azúcar en algunas zonas de Lake County, California, Estados Unidos. Los lugareños aprovecharon este fenómeno para preparar sirope, un líquido espeso azucarado que se emplea en repostería y para elaborar refrescos.
n En julio de 1995, un tornado pasó por Moberly, Iowa, Estados Unidos. Poco después, a 250 kilómetros de distancia hacia el norte, los habitantes del poblado de Keokuk recibieron una lluvia de latas de gaseosa sin abrir.
n En enero de 2002 en Soria, España, cayó un bloque de hielo de más de 16 kilos.
n El 7 de julio de 1997, cerca de las costas gallegas navegaba el buque maltés Marietta II. A media tarde, con visibilidad perfecta y el mar en calma dos tripulantes vieron caer al mar y hundirse a unos 60 metros del barco lo que describieron como “un hombre verde con una especie de casco”. Salieron patrullas de rescate desde Finisterre pero no se encontró nada.
Y la lista de lluvias misteriosas y sucesos tan inexplicados como fascinantes puede seguir hasta el hartazgo. Un listado casi tan amplio como la ignorancia del hombre respecto de muchas de las cosas que lo rodean. Y, tal vez por eso, nuestro amigo Charles Fort solía repetir: “La ciencia de hoy es la superstición de mañana, y la superstición de hoy es la ciencia del porvenir”.

Fuente:

http://elciudadano.net/18-11-2006/laotracara/index.php