La historia nos muestra diversos ejemplos de cómo la angustia y la desesperación pueden precipitar a pueblos enteros en la histeria de masas, con la consiguiente afloración y contagio del odio racista, la violencia desmedida y alucinaciones religiosas o para-anormales.

Estos episodios de caos e irracionalidad no surgen por generación espontánea; pueden deberse a causas económicas o de otra índole, pero no se puede negar que, tras ellos, está la labor de una serie de personajes oscuros que abonan el terreno y, llegado el momento, protagonizan el delirio. Son como buitres que vuelan en círculo mientras se relamen ante la cercanía de la suculenta carroña.

LAS AUTORIDADES ESPIRITUALES, y también Confucio, ADVIERTEN QUE APRENDER SIN PENSAR NO SIRVE DE NADA; PENSAR SIN APRENDER ES PELIGROSO.

Hace seis siglos la Humanidad se sintió al borde de la aniquilación. Varios cientos de millones de personas sufrieron la terrible agonía de la peste negra. Sólo en Europa perecieron veinticinco millones, la cuarta parte de la población. Por miedo al contagio, los sacerdotes se negaban a administrar la extremaunción a los moribundos y la gente abandonaba a su suerte a los familiares enfermos. Los supervivientes cayeron en la barbarie y la anarquía se apoderó de las ciudades.

Era una tragedia excepcional que, en el pensamiento de la época, absolutamente dominado por la Iglesia, sólo tenía una explicación: La maldad de los humanos había provocado la ira de Dios; la “muerte negra” era su castigo. Las autoridades, en un absurdo intento de conjurar el infortunio,  prohibieron el juego y expulsaron a las prostitutas y a los judíos a las afueras de las ciudades. Se trataba de tomarle la delantera a Dios.

La flagelación fue mantenida como castigo por la Iglesia desde tiempos muy antiguos. Es lógico, por tanto, que se aceptara también como expiación de los pecados, incluso como práctica de virtud.

Aunque, en teoría, el cristianismo parece manifestar amor por la naturaleza y la vida, en tanto que obra divina, en la práctica se considera al sufrimiento como una vía de purificación. El individuo está en este mundo únicamente de paso y no sólo no debe sentir apego por las cosas de la tierra, sino que el verdadero cristiano debe manifestar su desinterés por todo lo material y mortificarse; sufrir para lograr la salvación de su alma.

Dentro de este contexto religioso-cultural no puede extrañar la amplia utilización que se hizo de la flagelación como autodisciplina a partir del siglo X y su prestigio entre ilustres santos y padres de la Iglesia.

Las procesiones de flagelantes se convierten en un espectáculo tan habitual en España que el propio Don Quijote se encuentra con una en la que llevan en andas a una Virgen. El caballero de la Mancha cree que se trata de una doncella raptada y arremete contra los flagelantes, que le apalean. Aun en nuestros días, la mortificación de la carne con diversas técnicas es una realidad muy presente en algunos conventos y en los nuevos movimientos neoconservadores, como el Opus Dei y los Legionarios de Cristo. En estos últimos, tanto el cilicio (faja de cuerdas o de cadenillas de hierro con puntas que se ciñe al cuerpo para mortificación) como la flagelación eran prácticas obligatorias. Desde hace algún tiempo se trata de prácticas recomendadas. Se azotan todos los viernes porque ésa es «la voluntad de Dios».

Ininterrumpidamente desde 1551 hasta hoy, incluso durante el período republicano y la Guerra Civil, todos los jueves y viernes santos, algunos hombres de San Vicente de la Sonsierra (La Rioja), descalzos y, a menudo, con cadenas en los tobillos, se flagelan públicamente con el rostro cubierto por un capirote. Son los picaos, que se golpean la espalda hasta magullarla con largas correas de lino trenzado. Un anciano pica (de ahí el nombre) por seis veces con una bola de cera provista de dos puntas de vidrio sobre la espalda tumefacta y brota la sangre acumulada en los hematomas.

En España, los hombres llegan a flagelarse elegantemente delante de la mujer cuyo corazón quieren conquistar, dicen que como prueba de virilidad y religiosidad. Y el propio Ignacio de Loyola, en su obra Ejercicios espirituales, invita a sus jesuitas a «castigar la carne» con las disciplinas hechas de «cuerdas delgadas».

Pero el dolor y el placer están muy cerca. De hecho, ya en el siglo XVIII aparecen los primeros libros sobre la flagelación como tratamiento de la impotencia y como expresión sexual. Incluso en los propios conventos la línea divisoria entre el placer y el dolor se torna cada vez más tenue. La escritora Karen Amstrong escribe sobre su estancia en un convento desde 1962 a 1969, que le enseñaron a flagelarse para mantener su «corazón indiviso para Dios». Pero «en lugar de someter mi cuerpo, la flagelación me colmaba de vitalidad. Sentía algo que me daba miedo, que me excitaba y que me causaba desconcierto. La flagelación había reducido el espíritu al silencio, mientras mi cuerpo se estremecía con una intensidad tal que nunca habría imaginado», confiesa la escritora.

Los flagelantes, disciplinantes o hermanos penitentes eran un movimiento apocalíptico que participaba de esta línea filosófica, sólo que la llevaban al extremo. La secta sostenía que El Apocalipsis era inminente. La peste era el principio de una serie de castigos que enviaría Dios para castigar a los hombres.

Así, para recabar el perdón divino, había que imponerse una penitencia extrema. Sólo el sacrificio y la renunciación podían aplacar la cólera divina y salvar al mundo. Debían caminar durante treinta y tres años (la edad de Cristo) y al llegar a pueblos y ciudades solían dirigirse a la plaza principal y ofrecían un espectáculo masoquista; se flagelaban con látigos de cuero con clavos, llegándose a provocar serias lesiones en la espalda. Tan impresionante demostración solía convencer al populacho de la “santidad” de los flagelantes. Las poblaciones desesperadas por la mortandad de la epidemia admiraban a los flagelantes y se sumaban a estas prácticas y filosofías. Pronto empezaron a correr rumores de los milagros obrados por los flagelantes: niños resucitados, animales que hablan, …

Los flagelantes más radicales llegaron incluso a implantar el “bautismo de sangre” (a base de azotes) y proclamaron a la Iglesia como la personificación del Anticristo. Este movimiento no sólo buscaba conmover a Dios, sino también apaciguarlo mediante la persecución de los “malvados”. Pronto este fanatismo degeneró en masacre sistemática de sacerdotes, adinerados y judíos.

Según se decía, los judíos envenenan los pozos y ríos, y que corrompían el aire con la infección. La persecución degeneró en masacre. En la ciudad suiza de Chillon en septiembre de 1348, y tras haber sido sometidos a tortura, los judíos “confesaron” haber recibido una bolsa con veneno de manos de un rabino, lo que desencadenó la furia de las masas. En Basilea todos los judíos de la ciudad fueron encerrados en un edificio de madera y quemados vivos; 2.000 fueron asesinados en Estrasburgo; 12.000 en Maguncia, 600 en Bruselas; en julio de 1349, una multitud dirigida por los Flagelantes, realizó una atroz matanza en la judería de Frankfurt. Así que, a las defunciones propias de la enfermedad hubo que sumar las del baño de sangre que recorrió una Europa supersticiosa,  caótica y muy fanática.

El sacerdote Fritsche Closener dejó escrita la siguiente crónica:

<<Corría el año 1.349, catorce noches después de la de San Juan, …, cuando llegaron a Estrasburgo unos doscientos flagelantes por lo menos.

… Llevaban los más ricos estandarte de terciopelo… y de seda de Bagdad, … Cuando entraban en las ciudades y en los pueblos, todas las campanas tocaban por ellos y ellos seguían a los estandartes, … cada dos o cada cuatro cantaban un himno, al que los demás hacían coro.

…cuando querían hacer penitencia –cosa que practicaban dos veces al día por lo menos- … salían al campo a toque de campanas… cantando sus himnos… se desnudaban del todo, … se cubrían de la cintura abajo con una túnica … se echaban al suelo en un gran círculo, y según había pecado cada uno, así se echaba: quien había sido un perjuro impío, se echaba sobre un costado y levantaba sus tres dedos sobre la cabeza en señal de ello; el que había cometido adulterio se echaba sobre el vientre. De esta suerte se tendían de mil maneras, según la variedad de pecados que hubiesen cometido, y no había más que mirarlos para saber las culpas de todos.

Cuando así se habían echado, empezaba su maestro por donde mejor le parecía a pasar sobre uno de ellos, y le daba con el azote en el cuerpo y decía: “Por el martirio te alzarás, pero no peques nunca más”. … hasta que todos se habían alzado formando una gran rueda; y algunos, por ser mejores cantores, empezaban a cantar un himno, en el que los restantes hermanos les seguían, para que entre cantos diese comienzo la danza. Los disciplinantes… daban vueltas en círculos y se azotaban por parejas con unas disciplinas de correas, rematadas por delante en botones, con algunos clavos en ellos hincados, y se azotaban así las espaldas, que sangraban abundantemente mientras cantaban: ”Al Santo Espíritu la fe le pedimos todos que se nos dé, que nos dispense, pecadores, de los postreros”.>>

Los flagelantes fueron condenados por el Papa Clemente VI en 1349 y nuevamente por el Concilio de Constanza (1411-1418). Pero no nos engañemos; la causa principal de su persecución no hay que buscarla en el caos que organizaban, sino en que acusaba a la Iglesia de ser negligente en sus deberes y afirmaban que “Sólo Dios actúa en nosotros por su gracia, sin el ministerio del sacerdote”, lo cual amenazaba con tornar superflua y menoscabar la autoridad de la jerarquía.

Hasta aquí, hemos esbozado al flagelante histórico; los partidarios de una secta que prefería, para el perdón de los pecados, la penitencia de los azotes a la confesión sacramental. Pero, inexplicablemente, en un mundo mucho más instruido que el medieval, con un cada vez más reducido índice de analfabetismo, con la enseñanza básica obligatoria implantada en muchos países, con bibliotecas, medios de comunicación e internet, se ha producido el resurgir esta vocación. Es elevado el número de descerebrados que babean soñando con la inminencia de un Apocalipsis a la carta. Por supuesto, todos ellos están convencidos de que serán uno de esos elegidos que se salvarán, vivirán felices y comerán perdices.

El flagelante moderno no tiene que pertenecer forzosamente a ninguna secta, es más, puede no ser religioso en absoluto. Se trata, más que de una filosofía o una ideología, de una visión de mundo; de una actitud, de una sensibilidad. El nuevo flagelante disfruta su aflicción. No es que sea pesimista, sino que se halla afectado por el espíritu de contrición. Ve ansia y amargura a su alrededor: una sociedad siempre insatisfecha, atribulada, llena de inseguridades e incertidumbres. Tiende a la hipocondría y al abatimiento. Su tono suele ser melancólico. Piensa que el desarrollo de su país y, en general, la civilización no va a ninguna parte, que la modernidad es una enfermedad y que el progreso, a fin de cuentas, es un fastidio.

Disfrutan fiscalizando, juzgando y amonestando a los demás; aunque los que son algo inteligentes disfrazan su ejercicio con una apariencia de “auto-crítica”. Están convencidos que la gente vive engañada por algún tipo de conspiración en la que están involucrados los gobiernos, la comunidad científica, los judíos, los masones, los comunistas y hasta el vendedor de aspiradoras que llama a su puerta. De lo contrario, si no estuviera atrapada en el conocimiento del tiempo-espacio, si no tuvieran bajas vibraciones que lo mantienen encadenados al mundo material, todos sentirían y pensarían lo mismo que él. De ahí, que se crea una especie de elegido, todo un benefactor de la humanidad con una causa o deber sagrado que, en el caso de los creyentes, puede alcanzar dimensiones de santa cruzada.

Los neo-flagelantes pueden llegar a ser muy eficientes predicando sus elucubraciones y captando nuevos adeptos/creyentes, a los que promete alguna forma de salvación a cambio de la mortificación psicológica. Para ello contaminan los sentimientos de todo el que se le pone a tiro y le inoculan grandes dosis de dolor, angustia, pesadumbre, desolación, estrés y ansiedad.

Estos personajes pueden ir por la vida de espirituales, contactados, iluminados, extraterrestres, neo-nazis o de la abeja Maya, pero todos comparten la esencia inconfundible, propia de los movimientos o sectas milenaristas de siempre, y conciben la salvación como un hecho:

COLECTIVO: Debe ser disfrutado por un selecto grupo del cual, por su puesto, él forma parte;
 
TERRENAL: Debe realizarse en la tierra y no en el cielo. Los malos serán eliminados y los buenos se repartirán la tarta;

INMINENTE: Ha de llegar de un modo repentino y conviene estar preparados. Por ejemplo, es recomendable tener a mano mochilas con provisiones y botiquín;
 
TOTAL: Transformará completamente la vida en la tierra. No será sólo una mejoría del presente, sino la perfección total y para siempre;

MILAGROSO: Debe realizarse por, o con, la ayuda de las más variadas intervenciones sobrenaturales. Pueden basarse en el clásico y genuino Apocalipsis bíblico o adoptar nuevas versiones influidas por el cine y el mundo de lo para-anormal. Es decir, hombrecillos verdes, razas de demonios y seres de la oscuridad que viven el centro de la Tierra.

En un ambiente saturado de de miedo sólo se impone la irracionalidad colectiva. Lo que ocurrió puede volver a repetirse si se dan las condiciones propicias y, para ello, los neo-flagelantes abonan el terreno y siembran la semilla de su locura.

Cuando reconozca a uno de ellos en alguna parte, póngase a salvo (psicológicamente hablando) y advierta a sus amigos. Bastará con la frase: ALERTA FLAGELANTE.