El año pasado en París, durante mi visita ritual a la iglesia de San Sulpicio para volver a admirar el panel que representa la misteriosa lucha de Jacob con el ángel, pintado por Delacroix, presté oído a lo que un entusiasta guía explicaba a su nutrido rebaño de turistas, y los mantenía arrobados: el horrendo crimen de la monja guardiana del templo a manos del malvado Silas, el monje numerario del Opus Dei que buscaba recuperar allí la clave del secreto de la descendencia de Jesús y María Magdalena, todo contado en las páginas de El Código Da Vinci. Por eso estaban allí en romería.Sin haber leído hasta entonces el libro, pero habiendo escuchado tanto acerca de él, volvió a impresionarme la mágica virtud de la literatura, que convence a los lectores de las verdades de la ficción, a tal grado que son capaces de emprender un tour para conocer los escenarios donde la supuesta acción tiene lugar. Nunca me he librado yo mismo del engaño, y por eso siempre alzo los ojos hacia las torres de Notre Dame esperando ver asomarse la figura del jorobado Cuasimodo, héroe de la novela de Víctor Hugo.

Novela espléndida, la de Hugo, mientras esta otra de Dan Brown apenas alcanza a llegar al quicio de lo que llamamos literatura. Pero la seducción persiste igual, con más ventaja de Brown sobre Hugo que dos siglos después no ha logrado, ni lo logrará, alcanzar los 25 millones de ejemplares vendidos por El Código Da Vinci en apenas tres años, en cerca de 50 idiomas. Pero los libros son hoy una industria como nunca antes, y venderlos de manera masiva un asunto de la ciencia del marketing, fruto todo de una ingeniería en que la invención es nada más un componente del proceso.

Porque cuando se trata de un producto con propósitos masivos, es el estudio del mercado lo que determina aquello que se supone la gente quiere y una novela puede darle. La genialidad se halla en los expertos de marketing que aciertan a dar con esas claves, y no en el escritor que debe fabricar el producto, solo o con ayuda. Una suculenta ensalada, como en este caso, en la que además entran las técnicas más socorridas de la novela negra, las truculencias de las películas de suspense, y la sabida trama en que hay buenos que no admiten mancha y malos que no admiten detergente que lave sus crímenes.

Pero el principal componente de El Código Da Vinci está en convencer a la gente de que las verdades largamente establecidas no son más que engaños bien fraguados, pero sobre todo, que se nos está revelando algo que nos deja entrar en secretos de los que estábamos excluidos. Y luego un tanto de color new age. María Magdalena es la piedra fundamental de la Iglesia, y no Pedro. Así nos acercamos al retorno de la diosa, el dominio de lo femenino sobre lo masculino como en la relación de Isis con Osiris, y de Marte con Atenea. Y todo ocurre al final de la era de Piscis y el comienzo de la era de Acuario.

El Código Da Vinci ha permanecido desde su aparición como el número uno de la lista del New York Times de libros más vendidos, un fenómeno de pocas comparaciones. Y como se trata de una industria, hay otros productos que se le parecen, como ocurre siempre con los éxitos de mercado, y que se venden también muy bien. En esa misma lista de hallan, por ejemplo, El legado de los templarios, de Steve Berry, que cuenta la historia de la búsqueda de los secretos medievales de los caballeros templarios, entre los que debe hallarse el del Santo Grial, que Dan Brown incluye entre los misterios centrales de su libro.

O Laberinto, de Kate Mosse, donde se cuenta de una arqueóloga que descubre de manera casual, en el curso de una excavación en Francia, el secreto del Santo Grial, otra vez, enterrado allí desde el siglo XIII. Es en Francia donde, según El Código Da Vinci, se halla ese secreto. La búsqueda del Santo Grial, la copa de la Ultima Cena, no es otra que la búsqueda de la descendencia de Jesús, su sangre, que es también la descendencia de María Magdalena.

No dudo que el evangelio de Judas, que acaba de ser revelado, vendrá a alimentar esta fiebre. Jesús, casado, y con descendencia actual en Francia. Judas, no el traidor que se ahorca arrepentido, sino el íntimo amigo de Jesús, que al denunciarlo no hace sino su voluntad.

Los fenómenos de mercado son impredecibles. Muchos millones de católicos, u otros muchos de cristianos de otras denominaciones, habrá entre los seducidos lectores de El Código Da Vinci, libro que entra a cuestionar a fondo los cimientos de su fe, y muchos millones más de ellos irán a ver la película basada en la novela y que va estrenarse en mayo, dirigida por Ron Howard, con Tom Hanks en el papel estelar. Lo que la voz del locutor dice en los trailers con que ya se anuncia en los cines es más que sugerente: ”no importa lo que hayas leído, no importa en lo que creas, el viaje sólo acaba de empezar”. ¿Qué pasaría si las obras de arte más importantes escondieran un secreto capaz de alterar la historia de la humanidad para siempre?”

Ya antes se ha dicho que Leonardo da Vinci no es más que un extraterrestre venido de un mundo lejano, algo que he estado siempre dispuesto a creer en homenaje a su genio incomparable. Ahora viene a ser miembro de una secta secreta que deja claves del enigma de los amores de Jesús y María Magdalena en su cuadro de la Ultima Cena.

Un escritor no tiene derecho a condenar las mentiras. Pero aquí se trata de un acto fallido de imaginación que desprecia toda sutileza y toma cuerpo de patraña. Envidiables patrañas de 25 millones de ejemplares.

Masatepe, abril 2006.

www.sergioramirez.com

Fuente:

http://www.jornada.unam.mx/2006/04/26/a08a1cul.php