Fernando Vázquez/Colaboración especial

Sábado 8 de Abril de 2006
Actualmente vivimos en una civilización basada en gran medida en la ciencia. Los avances tecnológicos han permitido que en estos tiempos -al menos en las
partes que han alcanzado un grado decente de desarrollo- la calidad de vida sea mejor que nunca antes. Nunca antes el ser humano pudo vivir más tiempo, más saludablemente y con menos dolor gracias a los avances de la medicina moderna. Nunca antes podía la gente común gozar de comodidades que siglos atrás ni siquiera los más poderosos podían imaginar: con sólo tocar un botón (y del control remoto) podemos escuchar música como si estuviéramos en un concierto, ver representaciones dramáticas y sucesos que acaban de ocurrir del otro lado del mundo, con la radio, la televisión, los satélites y la tecnología digital. Podemos comunicarnos con gente a través de distancias enormes, primero a través del teléfono, y ahora por Internet. En menos de 100 años el ser humano aumentó la velocidad máxima a que podía viajar desde la que se alcanzaba a caballo hasta la necesaria para abandonar el planeta a bordo de un cohete espacial, y podemos desplazarnos velozmente y con comodidad a través de enormes distancias gracias a la tecnología del motor de combustión interna de los automóviles. Lo dicho: nunca antes una porción tan importante de la humanidad había estado en posibilidad de gozar de tantas ventajas y bienestar.

A pesar de todo lo anterior, una gran parte de la sociedad -incluso en los países llamados civilizados- rescata y promociona activamente ideas, creencias y formas de pensamiento sin ningún sustento comprobable, que se pensaría estaban rebasadas por el desarrollo intelectual y cultural de la humanidad, aún en franca contradicción con los datos y la comprensión de la realidad que con tanto esfuerzo hemos conseguido a través de la ciencia, mientras que a esta última se la desprecia, cuestiona y desprestigia.

La gran pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué somos tan malagradecidos con la disciplina que nos ha permitido distinguirnos de los animales y dominar nuestro entorno para nuestro beneficio? ¿Por qué preferimos poner nuestra fe, sin el mínimo asomo de pensamiento crítico, en fantasmagorías que nunca se han podido verificar más allá de la leyenda y el dato anecdótico? ¿Qué falla nos permite dar más crédito a brujos y charlatanes, «energías místicas» y curanderos, adivinadores de feria y marcianos con un fetiche por el sexo con terrícolas, que a la ciencia que vemos comprobada todos los días en el funcionamiento de nuestros celulares y computadoras, y en el hecho de que muchos seguimos vivos sólo gracias a nuestras intervenciones quirúrgicas y medicinas?

Como se ha comentado en anteriores entregas de esta serie, hay un factor primordial que permite estas aberraciones mentales: la ignorancia. Sin embargo, ella sola no puede llevar toda la responsabilidad. Existen factores, algunos mencionados en artículos previos, que fomentan en el ser humano las creencias en lo sobrenatural y lo maravilloso. Primero, está el «pensamiento mágico», mecanismo por el cual los niños pequeños tratan de explicarse el funcionamiento de su entorno antes de que aprendan las apropiadas relaciones causa-efecto («esto pasa ahora porque antes pasó aquello») y que normalmente va desapareciendo al ir madurando el intelecto del infante. Algunas de estas ideas nos resultan reconfortantes ante el cotidiano miedo a la muerte y lo desconocido. También es cómodo depositar la responsabilidad de nuestros actos y decisiones en algo etéreo y ajeno a nosotros, sobrenatural e incomprensible, y mantenernos en un estado de «minoría de edad» mental, y siempre resulta más fácil creer en algo que ponerse a pensar.

Como sea, cuando la superstición gana terreno, la libertad retrocede, y la condición humana también. Hagámonos cargo de nuestra realidad, y aceptémosla, sin ponerle adornos. En nosotros está detener la superstición.

Fuente:

http://www.cambiodemichoacan.com.mx/vernota.php?id=41977