Tal y como amenacé en la anterior entrega, cae sobre vosotros esta nueva plaga que, por razones que os parecerán obvias tras la lectura, he titulado “QUITÁNDOLE EL CARAMELO AL NIÑO”.

En “JERUSALÉN AÑO CERO” analizábamos el surgimiento del cristianismo. Vamos a ver ahora como ese movimiento de espíritu revolucionario,  que satisfacía los anhelos de los oprimidos (eso si, en la esfera de la fantasía únicamente), se convierte en la religión del Imperio Romano; sostenedora del Estado y sometedora de las masas.

LAS AUTORIDADES ESPIRITUALES ADVIERTEN QUE SI BUSCAS UNA MANO DISPUESTA A AYUDARTE, LA ENCONTRARÁS AL FINAL DE TU BRAZO.

El primer gran cambio que ocurre en la composición de los creyentes tuvo lugar cuando la propaganda cristiana se volcó hacia los paganos y ganó adeptos en casi todo el Imperio Romano. La importancia del cambio de nacionalidad de los cristianos debe ser tenida en cuenta, pero no tuvo ningún papel decisivo mientras no cambió la composición social de la comunidad cristiana, es decir, mientras estuvo compuesta por gente pobre, oprimida, analfabeta, que sufría en común, odiaba en común y tenía esperanzas en común.

El juicio de Pablo referente a la comunidad corintia es válido para ilustrar la realidad de la segunda y tercera generación de las comunidades cristianas, así como para el período apostólico:

“Pues, mirad vuestra vocación, hermanos, como que no muchos de vosotros erais sabios de acuerdo con las normas terrenales, no muchos erais poderosos, no muchos erais nobles de cuna; pero Dios escogió las cosas insensatas del mundo para confundir a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte; y las cosas viles del mundo y las despreciadas ha escogido Dios, y aun las que no son, para anonadar a las que son.” (I. Corintios, 1:26-28)

Pero si bien la mayoría de los adeptos que Pablo ganó para la cristiandad en la primera centuria eran todavía gentes de las clases más bajas –artesanos de baja categoría, esclavos y esclavos emancipados-, otro elemento social, educado y pudiente, comenzó a infiltrar gradualmente la comunidad. El mismo Pablo no provenía de las clases bajas. Era hijo de un acomodado ciudadano romano, había sido fariseo y, por lo tanto, pertenecía al grupo de intelectuales que despreciaban a los cristianos y que, a su vez, era odiado por ellos.

Con su propaganda, Pablo apeló principalmente a los estratos sociales más bajos, pero también a algunos de clase acomodada y educada, en especial mercaderes que, mediante sus viajes tuvieron una decidida importancia para la difusión del cristianismo. A mediados de la segunda centuria, el cristianismo comenzó a ganar adeptos entre las clases alta y media del Imperio Romano; el cristianismo penetró gradualmente en los círculos de la aristocracia dirigente.

Como ejemplo de la composición social de la iglesia cristiana de las tres primeras centurias, volvemos a recurrir a Pablo que, en su Epístola a los Filipenses (4:22), pide que sus saludos sean transmitidos “especialmente a aquellos que son de la casa del César”. Otro hecho ilustrativo era las sentencias de muerte que (como las que impuso Nerón sobre los cristianos) podían ser aplicadas únicamente a los “humiliores” y no a los “honestiores” (los más prominentes).

El punto hasta el cual había cambiado la composición de la iglesia postapostólica se pone de manifiesto en un pasaje de la primera Epístola de Clemente (38:2): “El rico deberá ofrecer ayuda al pobre, y el hombre pobre deberá agradecer a Dios que le haya dado alguien a través de quien su necesidad puede ser atendida.” No hay ya ni rastro de la animosidad hacia los ricos que teñía todas las prédicas de antaño.

Naturalmente, el número creciente de cristianos ricos y prominentes creó tensiones y diferencias en las iglesias. Una de estas diferencias se relacionaba con la cuestión de si los amos cristianos debían liberar a sus esclavos cristianos. Esto se ve en las palabras de Pablo, al exhortar a los esclavos para que no busquen la emancipación.

Entre doscientos cincuenta y trescientos años después del nacimiento del cristianismo, los que profesaban esta fe ya no eran judíos que creían con vehemencia en un tiempo mesiánico que no tardaría en llegar. Eran más bien griegos, romanos, sirios y galos, es decir, miembros de todas las naciones del Imperio Romano. El grueso de la comunidad cristiana seguía estando constituido por las masas de las clases bajas; pero se había convertido también en la religión de las clases prominentes y dominantes del Imperio Romano.

La situación económica y política general del Imperio Romano había experimentado un cambio fundamental. Las diferencias nacionales características del Imperio habían ido desapareciendo paulatinamente. Hasta un extranjero podía convertirse en ciudadano romano (edicto de Caracalla, 212). El desarrollo económico se caracterizaba por un proceso de gradual feudalización. La expresión política de esta economía declinante era la monarquía absoluta. En un tiempo relativamente corto el Imperio Romano se convirtió en un Estado clasista feudal, con un orden rígidamente establecido en el cual los rangos más bajos no podían tener ninguna esperanza de ascender, pues el estancamiento causado por el receso de las fuerzas productoras hacía imposible un desarrollo progresivo. El sistema se estabilizaba y regulaba desde arriba, y era imperativo hacer que a los individuos que ocupaban la parte inferior les fuera más fácil contentarse con su situación.

La transformación del cristianismo, en especial del concepto de Cristo y su relación con el Dios Padre, se adaptó para asumir una nueva función sociológica. En realidad puede decirse que la religión original se transformó en otra completamente distinta (la nueva religión tenía sus razones para ocultar esta transformación). El punto más importante es la desaparición gradual de las esperanzas escatológicas que había constituido el núcleo central de la fe y esperanza de la primitiva comunidad. Si en el comienzo, las dos concepciones escatológica y espiritual, estaban íntimamente ligadas, con mayor énfasis sobre la primera de ellas, después se separaron lentamente. La fe cristiana se alejó del segundo advenimiento de Cristo y se centró en el primer advenimiento, en virtud del cual la salvación ya estaba preparada para el hombre y el hombre para la salvación.

Hubo intentos continuos de revivir el viejo entusiasmo cristiano con su expectativa escatológica; eran intentos de aquellos grupos que se asemejaban a los primeros cristianos en cuanto a su situación económica y social, porque se hallaban oprimidos y buscaban la libertad. Pero, para la mayoría de los nuevos cristianos, el mundo real, histórico, ya no necesitaba cambiar; por fuera todo podía seguir como estaba –Estado, sociedad, ley, economía- , pues la salvación se había convertido en un asunto interno, espiritual, ahistórico, individual, garantizado por la fe en Cristo. La salvación real o histórica había sido reemplazada por la fe en la salvación espiritual.

Junto con ello se desvanecieron las demandas éticas que caracterizaron a cristianismo de la primera centuria. Este rigorismo práctico y ético fue reemplazado por los medios de gracia dispensados por la Iglesia. Estrechamente ligada a esta renuncia se producía la reconciliación de los cristianos con el Estado. En la segunda centuria la iglesia cristiana ya exhibe unas líneas de desarrollo tendentes a una reconciliación con el Estado y la sociedad. Incluso las ocasionales persecuciones de los cristianos por el Estado no afectaron para nada ese desarrollo. La iglesia adoptó esta actitud en todas partes tras el comienzo de la tercera centuria. El Estado ganó así numerosos ciudadanos tranquilos, respetuosos y conscientes, quienes, lejos de causar ninguna dificultad, mantenían el orden y la paz en la sociedad. Dado que había abandonado su actitud rígida y negativa hacia el mundo, la Iglesia se convirtió gradualmente en una fuerza sostenedora del Estado.

Esta transformación es fundamental en la historia del cristianismo. De religión de los oprimidos, pasó a ser la religión de los dirigentes y las masas manejadas por ellos. El cristianismo, que había sido la religión de una comunidad de hermanos iguales, sin jerarquía ni burocracia, se convirtió en “la Iglesia”, la imagen refleja de la monarquía absoluta del Imperio Romano. En la primera centuria no había una autoridad externa claramente definida. Las comunidades cristianas estaban construidas sobre la independencia y la libertad del cristiano individual. La segunda centuria se caracterizó por el desarrollo gradual de una unión eclesiástica con líderes autoritarios y por el establecimiento de una doctrina sistemática de la fe a la que el cristiano individual debía someterse. Originariamente era sólo Dios quien podía perdonar los pecados. Después, únicamente la iglesia ofrece protección contra cualquier pérdida de gracia.

Este cambio también afectó al concepto que los creyentes debían tener sobre la naturaleza de Jesús. En el cristianismo primitivo prevaleció la doctrina adopcionista, es decir, el hombre había sido elevado a la dignidad de un dios. El desarrollo continuado de la iglesia dio lugar a un nuevo concepto: Ya no podía, un hombre, ser elevado a la categoría de dios, sino que un dios descendía para convertirse en hombre. Ésta fue la base del concepto que culminó con la doctrina de Anastasio, adoptada por el Concilio de Nicea: Jesús, el Hijo de Dios, engendrado por el Padre antes de todo tiempo, de naturaleza una con el Padre.

El cristianismo primitivo era hostil a la autoridad y al Estado. Satisfacía en la fantasía los deseos revolucionarios de las clases bajas, hostiles al padre. Cuando el cristianismo que fue elevado al rango de religión oficial del Imperio Romano trescientos años más tarde tenía una función social completamente diferente: conducir a las masas y mantenerlas en un estado de obediencia e integración en el sistema absolutista del Imperio Romano. El cristianismo poseía una cualidad que no tenían ni el mitraísmo ni el culto al emperador, y que lo hacía superior para el cumplimiento de esa función: las masas sufrientes y oprimidas podían identificarse en mayor grado con el Hijo crucificado de Dios.

Bajo el liderazgo de la clase dirigente fue creado nuevo dogma de Jesús. Al evitar que un hombre pudiera convertirse en dios, se eliminó el carácter revolucionario de la doctrina antigua. El crimen de Edipo contenido en la fórmula anterior (el desplazamiento del padre por el hijo), fue desechado. El padre siguió intacto en su posición. La idea de que Dios se convirtiera en un hombre se transformó en un símbolo del lazo tierno y pasivo con el padre. Además, al retener al antiguo representante revolucionario, la necesidad emocional de las masas seguía quedando satisfecha. La clave de la victoria del cristianismo sobre otros cultos reside en su potencial para eliminar tendencias hostiles hacia el padre y, por extensión, hacia las figuras paternales: los sacerdotes, el emperador y en especial los dirigentes.

Toda esperanza de derrocar a los dirigentes y alcanzar la victoria para su propia clase era tan remota que, desde el punto de vista psíquico, habría sido en vano y antieconómico persistir en la actitud de odio. Si no había esperanza alguna de derrocar al padre, entonces el mejor escape psíquico era someterse a él, amarlo y recibir su amor. Este cambio de actitud era el resultado inevitable de la derrota final sufrida por la clase oprimida.

Pero los impulsos agresivos no podían haber desaparecido de golpe, pues su causa real, la opresión impuesta por los dirigentes, no había sido superada. Simplemente se los había redirigido hacia el propio ser individual. La identificación con el Jesús sufriente ofrecía una magnífica oportunidad para ello. En el dogma católico, a diferencia de la primitiva doctrina cristiana, el énfasis ya no estaba en el derrocamiento del padre sino en la autoaniquilación del hijo. Ya no era a los dirigentes a los que había que culpar por las desdichas y sufrimientos; los culpables eran más bien los sufrientes mismos.  Deben reprocharse a sí mismos si son desdichados. Sólo por medio de la constante expiación, sólo por medio del sufrimiento personal pueden purgar su culpa y ganarse el perdón y el amor de Dios y de sus representantes terrenales.

De forma magistral la Iglesia católica aceleró y reforzó este cambio de actitud, acrecentando el sentimiento de culpa de las masas hasta el punto de hacerlo casi insoportable; y al proceder así no sólo logro desplazar los reproches que recaían sobre las autoridades, sino que ella misma se ofrecía a las masas sufrientes como un padre bueno y amoroso, dado que los sacerdotes aseguraban perdón y expiación para la culpa que ellos habían provocado.

Para las autoridades y dirigentes, la fantasía del Jesús sufriente, tenía además una importante función psíquica añadida; los liberaba de la culpa que pudieran sentir a causa de la desdicha y sufrimiento que su opresión y explotación generaba en las masas. Los grupos explotadores podían consolarse con la idea de que para las masas el sufrimiento era una gracia de Dios, y por lo tanto no tenían motivo para reprocharse a sí mismos por causar tal sufrimiento. En resumen, la transformación del dogma correspondió, sencillamente, a la función de estabilización social y a la necesidad de preservar los intereses de la clase gobernante.

Pero tras el nuevo concepto de la naturaleza de Jesús subyace una contradicción lógica: Dos es igual a uno. Resulta que hay una sola situación real en que esta fórmula tiene sentido, la situación de la criatura en el vientre materno. Madre e hijo son entonces dos seres y al mismo tiempo son uno. El padre fuerte y poderoso, se convirtió en la madre que da abrigo y protección; el hijo una vez rebelde y luego sufriente y pasivo, pasó a ser el niño pequeño. La Gran Madre emerge otra vez para convertirse en la figura dominante del cristianismo medieval. La iglesia se trasviste para presentarse a sí misma como la “Santa Madre Iglesia” a través de la cual sus hijos, los creyentes, pueden alcanzar seguridad y bendición.

En los relatos del Nuevo Testamento, María en ningún caso es elevada más allá de la esfera de la humanidad ordinaria. Ahora, cuanto más retrocedía la figura del Jesús histórico y humano a favor del preexistente Hijo de Dios, tanto más se deificaba a María, que representaba esa divinidad materna en la que se pueden experimentar directamente las cualidades maternales que, inconscientemente siempre habían formado parte de Dios Padre.

A la terminación de la cuarta centuria surgió con fuerza el culto a María y los cristianos comenzaron a elevarle oraciones. En las centurias siguientes le asignaron cada vez más importancia a la madre de Dios; su adoración se generalizó y se hizo más exuberante. En la controversia nestoriana se llegó, en el año 431, a la decisión (contra Nestorio) de que María no era sólo la madre de Cristo, si no también, la madre de Dios. De receptora de la gracia pasó a ser dispensadora de la gracia. Maria con el niño Jesús se convirtió en el símbolo del medioevo católico.

En la fantasía del Jesús crucificado, el perdón se logra por una actitud pasiva autocastradora de sumisión al padre. En la fantasía del niño Jesús en el pecho de la Madona encontramos a la madre que, mientras apacigua al niño, concede perdón y expiación. Esta era la fórmula óptima que el cristianismo tenía para ofrecer. La identificación con el lactante implicaba una regresión inconsciente a una actitud pasiva e infantil. Esta posición excluía la revuelta activa; fue la actitud psíquica de la sociedad medieval. El ser humano dependía de sus gobernantes y esperaba que le permitiera obtener una mínima subsistencia; el hambre y otros males que padecía eran una prueba de sus pecados.

En la segunda centuria, el cristianismo ya había comenzado un “revisionismo” que se caracterizó por una batalla mantenida en dos frentes. Por una parte, se debían suprimir las tendencias revolucionarias que aún brotaban; por otra, se debían ralentizar los impulsos propensos a desarrollarse demasiado rápidamente en la dirección del conformismo social. Las masas sólo podían seguir un curso lento y gradual desde la esperanza en un Jesús revolucionario a la fe en un Jesús que apoyaba al Estado.

El montanismo (Montano, profeta frigio de mediados de la segunda centuria) fue una reacción contra las tendencias conformistas del cristianismo que acabó siendo combatida como herejía por las autoridades de la iglesia. Representaba el resurgir de un movimiento revolucionario que ya había sido dominado y que encerraba un peligro real para los actuales líderes del cristianismo. Por cierto, que la conducta de Lutero hacia los campesinos rebeldes y los anabaptistas fue similar en muchos aspectos.

En el otro extremo encontramos a los gnósticos, representantes intelectuales de la clase media helenista, que también fueron atacados por la iglesia justo por todo lo contrario; se adelantaron ciento cincuenta años al desarrollo del cristianismo. El gnosticismo negaba enteramente la primitiva escatología cristiana, particularmente el segundo advenimiento de Cristo y la resurrección de la carne; tan sólo esperaban la futura liberación del espíritu de su envoltura material. Los gnósticos diferenciaban entre el Dios supremo y el creador del mundo, y afirmaban que “el mundo presente surgió de una caída del hombre, o de una empresa hostil a Dios, y es en consecuencia el producto de un ser maligno o intermedio”. Para estos griegos no había ningún problema en derrocar a Yahvé, un dios judío por el que no sentían ningún respeto.

Por lo tanto, según los gnósticos, si la creación es mala desde el comienzo, no puede ser redimida. El gnosticismo rechazó el verdadero cambio colectivo y la redención de la humanidad y los sustituyó por un ideal individual de conocimiento, dividiendo a los hombres, según líneas religiosas y espirituales, en clases y castas definidas; las divisiones sociales y económicas eran consideradas como buenas y dadas por Dios.

Lo gnósticos no reconocieron ninguna unión real entre Cristo y Jesús, a quien consideraban como un hombre terrenal. Entre ellos, los valentinianos enseñaban que el cuerpo de Jesús era una formación psíquica celestial. Otros, como Saturnino, declaraban que la apariencia visible de Jesús era un fantasma y negaban el nacimiento de Cristo. En un mundo malo por naturaleza no hay lugar para que un hombre se pueda convertir en Dios, así como no hay nada en la situación social que deba ser cambiado. La idea de un Dios creador inferior era necesaria para demostrar la tesis de la inmutabilidad del mundo y la sociedad humana.

La Iglesia católica de la cuarta centuria se acercaba a las posiciones gnósticas, aunque no fue tan radical. Intentaron presentar al cristianismo como la filosofía más elevada; formularon el contenido del Evangelio de una manera que apelaba al sentido común de todos los pensadores serios y hombres inteligentes de la época. La idea de moda era el desdoblamiento divino: el logos, que Dios expulsó fuera de sí para la finalidad de la Creación, era el Hijo de Dios. Jesús se convirtió en el preexistente unigénito de Dios, consubstanciado con él y sin embargo una segunda persona a su lado. El Cristo de la historia fue sustituido por un Cristo conceptual.

La fe de los cristianos puso definitivamente rumbo a la contemplación de ideas y dogmas, preparando así el camino para a una cristiandad tutelada. Se legitimaron centenares de cuestiones de cosmología y de la naturaleza del mundo, dándoles el carácter de cuestiones religiosas y exigiendo una respuesta definida ante ellas, so pena de perder la salvación. Esto llevó a una situación en la que, en lugar de predicar la fe, se predicó la fe en la fe.

Llegamos así a la controversia entre Arrio y Anastasio que halló un arreglo preliminar en el concilio de Nicea. Aparentemente se trataba de una pequeña diferencia (si Dios y su Hijo eran la misma persona o de igual naturaleza), pero tras este debate se ocultaba nada menos que el viejo conflicto entre las tendencias revolucionarias y reaccionarias. El dogma arriano fue una de las convulsiones finales del cristianismo primitivo; la victoria de Anastasio selló la derrota de la religión y las esperanzas de los pequeños campesinos, artesanos  y proletarios de Palestina. La renuncia definitiva a las tendencias revolucionarias subyacentes, a la liberación histórica y colectiva, abrió la puerta para que, en la cuarta centuria, el cristianismo se convirtiera en la religión oficial del Imperio Romano.