La presente entrega de Bajas Vibraciones, aunque tiene un enfoque muy distinto, es la continuación obligada a “JESUSITO DE MI VIDA” Y “POR LOS CRISTOS DEL CLAVO”. Con el enfoque del historicismo materialista intentaremos seguir el rastro del origen y la evolución del cristianismo primitivo, y desarrollaremos ideas que, por motivos de espacio, tan sólo pudieron ser apuntadas en los escritos anteriores.

Con el contenido de “JERUSALÉN AÑO CERO” no se pretende dañar ni ofender a nadie. Si alguien se siente molesto con la lectura, puede descargar su enfado en forma de respuesta, pero antes debería preguntarse si su reacción no es la del niño que descubre que los Reyes Magos son los padres. Seguirá recibiendo regalos en Navidad, pero ha perdido una bonita fantasía. De la misma manera, lo esencial de las creencias siempre seguirá siendo válido.

Bajas Vibraciones le invita a madurar (sin dejar de ser como niños en los aspectos positivos).

LAS AUTORIDADES ESPIRITUALES ADVIERTEN QUE, SI DISFRUTA VIVIENDO UNA FANTASÍA, NO TIENE QUE RENUNCIAR A ELLA. SIMPLEMENTE, ABSTÉNGASE DE SEGUIR LEYENDO.

Si buscamos información sobre el surgimiento del cristianismo es probable que sólo encontremos propaganda más o menos encubierta. Tras dos milenios de dictadura religiosa, con lavado de cerebros, represión violenta de la discrepancia y destrucción de la información alternativa, es difícil hallar elementos dignos de consideración y análisis. Así las cosas, para comprender el origen del cristianismo, lo más aconsejable es comenzar por hacer una valoración de la situación económica, social y cultural de los primeros creyentes.

Palestina era una parte del Imperio Romano sometida a las condiciones de su desarrollo económico y social. El régimen de Augusto significó el fin de la dominación de una oligarquía feudal y contribuyó al triunfo de la ciudadanía urbana. El creciente comercio internacional no implicaba mejoras para las grandes masas. La actividad comercial interesaba únicamente a la reducida clase pudiente. Un proletariado desocupado y hambriento, en número sin precedente, poblaba las ciudades.

Después de Roma, Jerusalén era la ciudad con el mayor porcentaje de ese tipo de proletariado. La situación era más penosa para artesanos, mendigos, obreros sin oficio y campesinos de Jerusalén, ya que no gozaban de los derechos civiles romanos. Para ellos no había reparto de cereales, ni juegos.

La población rural soportaba enormes impuestos cuyo impago les despojaba de la pequeña hacienda y/o les convertía en esclavos. Algunos de estos campesinos abandonaban su inviable forma de vida y se trasladaban a Jerusalén, engrosado las filas de su proletariado. También existía una clase media económicamente estable y una poderosa e influyente aristocracia feudal, eclesiástica y adinerada.

Estas diferencias tenían su reflejo en diferentes grupos políticos. Los saduceos representaban a la rica clase alta. Los fariseos representaban a la reducida ciudadanía urbana media. Algunos de sus seguidores provenían de estratos más bajos, lo que dio pie a contradicciones respecto de la actitud mantenida hacia la dominación romana y los movimientos revolucionarios. Desde el punto de vista económico y social, la clase más baja estaba fuera de la sociedad judía integrada en conjunto en al Imperio Romano. Estos desposeídos odiaban a los fariseos y, a su vez, eran despreciados por ellos.

A medida que se hacía más pesada la opresión romana y aumentaban las penurias creció el conflicto entre la clase media y el proletariado dentro del grupo farisaico. Así mismo, las clases más bajas se convirtieron en partidarias de los movimientos revolucionarios nacionalistas y religiosos. Estas aspiraciones revolucionarias de las masas hallaron expresión en dos direcciones: Intentos políticos de revuelta y emancipación contra su propia aristocracia y los romanos, y toda clase de movimientos mesiánicos-religiosos.

Poco antes de la muerte de Herodes dos sabios fariseos encabezaron una revuelta popular durante la cual fue destruida el águila romana puesta en la entrada del Templo. Los instigadores acabaron en la hoguera. Después de la muerte de Herodes el populacho hizo una demostración de fuerza ante su sucesor (Arquelao) exigiendo la liberación de los presos políticos, la abolición del impuesto del mercado y una reducción del tributo anual. Estas demandas no fueron satisfechas, pero de todos modos el movimiento cobró fuerza. En relación con estas mismas reivindicaciones, ya se produjo una revuelta en el año 4 antes de J.C. que fue reprimida sangrientamente.
Siete semanas más tarde se producen en Jerusalén nuevas rebeliones violentas contra Roma. Las luchas se extendieron a Galilea (antiguo foco revolucionario) y a la Transjordania. Los romanos coronaron su victoria crucificando a dos millares de prisioneros.

Durante algunos años el país se mostró tranquilo, pero en el año 6 después de J.C. hubo un nuevo movimiento revolucionario. Comenzó entonces una separación entre las clases baja y media. Si diez años antes los fariseos habían participado en las revueltas, ahora se hallaban dispuestos a la reconciliación con los romanos. Por su parte, las clases bajas del campo y la ciudad, que no tenían nada que perder y tal vez algo que ganar, se unieron a un nuevo partido (los celotes) que ganaba más adeptos cuanto mayor era la desesperación de las masas.

Cuanto más se apartaba la clase media de la lucha política contra Roma, más radicales se volvían las clases bajas. El ala izquierda de los celotes formó la facción secreta de los “sicarios”, que mediante la acción terrorista atacaban despiadadamente a los ciudadanos de clase media y alta de Jerusalén. Al mismo tiempo, invadían, saqueaban y reducían a cenizas las aldeas cuyos habitantes rehusaban unirse a sus bandas revolucionarias. De forma paralela, los profetas y los seudomesías no cesaban en su agitación del pueblo. En esta opción las tendencias revolucionarias perdían su carácter político y  entraban en la esfera de las fantasías religiosas y de las ideas mesiánicas.

Finalmente, en el año 66, estalló la gran revuelta popular contra Roma. En su comienzo, la lucha estaba dirigida por personas educadas y propietarios, pero éstos obraban con escasa energía y se mostraban dispuestos a llegar a arreglos. Por eso las masas les atribuyeron el mal resultado del primer año de guerra y sus líderes intentaron por todos los medios apoderarse del mando. Este enfrentamiento degeneró en una sangrienta guerra civil paralela. En Jerusalén las masas asaltaron el palacio del rey, donde muchos judíos acomodados habían guardado sus tesoros, se apoderaron del dinero y mataron a sus dueños. Muchos pudientes lograron salvarse pasándose a los romanos. Así las cosas, la guerra romana y la guerra civil terminaron con la victoria romana que, a su vez, era la victoria del grupo judío dominante y la ruina de los campesinos y las clases urbanas más bajas.

Junto a las luchas  e intentos revolucionarios, cabe destacar el recurso a  distintos tipos de literatura apocalíptica. Por ejemplo, el ala izquierda de los defensores de Jerusalén encontró inspiración en la exhortación final del Libro de Enoch: “Desgraciados vosotros los ricos, pues habéis confiado en vuestras riqueza, y de vuestras riquezas seréis separados porque no habéis recordado al Altísimo en los días del juicio… No temáis, vosotros los sufrientes, pues la curación será vuestra. Una luz fulgurante brillará y oiréis la voz de quietud desde el cielo”

Hubo otro movimiento que encendió una revuelta popular y llevó directamente al cristianismo. Se trata de Juan el Bautista; despreciado por la clase alta, encontraba la máxima audiencia en las masas desposeídas. Predicaba que el reino de los cielos y el día del juicio estaban cerca, trayendo la salvación para el bueno y la destrucción del malo. Su estribillo favorito era “Arrepentíos, pues el reino de los cielos está próximo”. Cuanto más se debilitaba la esperanza de las clases bajas de alcanzar una mejora real, tanto más buscaban satisfacción en las fantasías. Esta gente amaba la fantasía de un padre bueno que los ayudaría y salvaría, y odiaban al padre malo que los oprimía, atormentaba y despreciaba.

A partir de este estrato de las masas pobres, analfabetas y revolucionarias surgió el cristianismo. La doctrina cristiana primitiva no se dirigió a propietarios y personas educadas, sino a los oprimidos y los sufrientes. Si las esperanzas de otros grupos se cifraban en provocar la revolución política y social, las de la primitiva comunidad cristiana estaban puestas únicamente en el gran acontecimiento. Creían que no tenían tiempo para difundir el cristianismo entre los paganos, tal era la sensación de provisionalidad. Con la inminente llegada del Reino los pobres serían ricos, los hambrientos satisfechos y los oprimidos tendrían autoridad. Lucas refleja el ánimo de los primeros cristianos en los siguientes versículos:

“Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Bienaventurados los que tenéis hambre ahora; porque seréis saciados.
Bienaventurados los que lloráis ahora; porque reiréis.
Bienaventurados sois cuando los hombres os aborrecieren, y cuando os apartaren de su trato, y os vituperaren, y desecharen vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. Regocijaos en aquel día, y saltad de gozo; porque, he aquí, vuestro galardón es grande en el cielo; pues del mismo modo hacían los padres de ellos (los ricos) con los profetas.
Mas ¡ay de vosotros, los ricos! Porque ya tenéis vuestro consuelo.
¡Ay de vosotros, los que estáis saciados ahora! Porque tendréis hambre.
¡Ay de vosotros, los que reís ahora! Porque os lamentaréis y lloraréis.”

Además de expresar el anhelo de los pobres, estas palabras manifiestan también su radical odio a las autoridades: los ricos, los sabios y los poderosos. Raras veces el odio de clases del proletariado moderno a alcanzado los niveles del cristianismo primitivo. Ligada a este odio hacia cualquier forma de autoridad, destaca la estructura social democrática de estos cristianos. Era una hermandad libre de pobres, despreocupada de instituciones y normas. Después de todo, ¿para qué querían instituciones permanentes si el Reino estaba al caer?

Los primeros cristianos no estaban más resignados a la voluntad de Dios que los campesinos y proletarios en lucha contra Roma. Todos odiaban del mismo modo a los dominantes, deseaban presenciar la caída de éstos y el comienzo de su propio mandato y de un futuro satisfactorio. Mientras que los celotes y los sicarios se empeñaban en dar curso a sus deseos en la esfera de la realidad política, la completa desesperanza de realización llevó a los primeros cristianos a formular los mismos deseos en la fantasía. Un mensaje que les permitiera proyectar todo lo que la realidad les había negado debió resultar fascinante. Si para los celotes no restaba otra cosa que morir en batallas desesperadas, los adeptos de Cristo podían soñar con su meta. El mensaje cristiano no sació el hambre de los oprimidos, pero satisfizo sus anhelos de esperanza y venganza.

Todo esto tiene su reflejo en la expresión de la primitiva fe y, especialmente, en la idea de Jesús en relación con el Dios Padre. “Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús” (Hechos, 2:36). Esta (que posteriormente fue suplantada por otras) es la doctrina de Cristo más antigua y se la denomina teoría “adopcionista”. La idea es que Jesús no era un Mesías ni el Hijo de Dios desde el comienzo, sino que adquirió tal carácter sólo por la voluntad de Dios. Para los primeros cristianos Jesús sólo era “un varón acreditado, de parte del mismo Dios, por obras poderosas, maravillas, y señales que hizo Dios por él en medio de vosotros” (Hechos, 2:22)

El concepto de Mesías había sido familiar para las masas judías. La novedad (importada de cultos y mitos del Cercano Oriente) residía en su exaltación como Hijo de Dios y en el hecho de que no se tratara de un héroe poderoso y victorioso, sino que su importancia y dignidad provenían de su padecimiento y muerte en la cruz. El destino del hombre halla su prototipo en la pasión de un dios que sufre sobre la tierra, muere y resucita. Este dios permitirá que participen de tal bendita inmortalidad todos aquellos que lo acompañen en sus misterios o que, simplemente, se identifiquen con él.

Como ya se ha dicho, esta gente odiaban a las autoridades y, aunque conscientemente no se atrevía a calumniar al Dios padre que era aliado de sus opresores, la hostilidad hacia el “padre” encontró expresión en la fantasía de Cristo. En su inconsciente, ellos mismos eran ese dios crucificado. Pusieron un hombre a la vera de Dios y lo hicieron regir junto a Él. Si un hombre se podía convertir en Dios, este último quedaría privado de su privilegiada posición. En esto subyace el deseo inconsciente de eliminar al padre divino.

El Apocalipsis precristiano habla de un Mesías victorioso y fuerte. Este era el deseo y la fantasía de unas gentes que sufrían menos y abrigaban esperanzas de victoria. Los cristianos de los primeros ciento cincuenta años no se podían identificar con ese Mesías tan poderoso (terrenalmente hablando); el suyo sólo podía ser un Mesías sufriente y crucificado. Algunos deseos de muerte dirigidos contra el dios padre pasaron al hijo. La muerte del dios mismo era la deseada fantasía. En el mito cristiano el padre es muerto en el hijo.

Al mismo tiempo, y dado que los entusiastas creyentes estaban imbuidos de odio y deseos de muerte –conscientemente contra sus dirigentes, inconscientemente contra Dios padre- se identificaban con el crucificado; ellos mismos padecían la muerte en la cruz y de este modo expiaban sus deseos de muerte contra el padre. Por medio de su muerte, Jesús expiaba la culpa de todos, y los primeros cristianos estaban muy necesitados de tal expiación.

En esta época el Imperio Romano estaba dedicado activamente al culto del emperador que, desde el punto de vista psicológico, estaba íntimamente ligado al monoteísmo, pues representaba al padre justo y bueno. En opinión de los paganos, el cristianismo era visto como una suerte de ateísmo. Y en el fondo estaban el lo cierto, pues esta fe en el hombre sufriente elevado a la dignidad de dios era la fantasía de una clase oprimida que deseaba desplazar a las fuerzas dirigentes –dios, emperador y padre- para ocupar ella misma esos lugares. Y, precisamente, por esa formulación revolucionaria inconsciente que dio satisfacción a los anhelos más vehementes de los oprimidos, se explica que el cristianismo se convirtiera tan rápidamente en la religión de la clase baja de todo el Imperio. Aunque, como veremos en la próxima entrega, el cristianismo pronto se transformaría para dejar de ser algo exclusivo de los esclavos, pobres, campesinos y artesanos.

Estos apuntes están basados principalmente en trabajos de Erich Fromm