El presente número trata sobre una figura histórica muy ilustrativa de una época histórica que considero interesante. Aunque se den algunas notas sobre su vida, no es exactamente una biografía, esto lo podéis conseguir haciendo una sencilla búsqueda en la red.

Si visteis la película “Gladiators”, ya habéis tenido un acercamiento al protagonista de este escrito. Se trata del viejo emperador de aspecto honorable que muere a manos de su hijo al comienzo de la proyección.

El lector podrá pensar que se ha producido un cambio de rumbo. Esto es relativamente cierto, pero incorrecto en el fondo. Por supuesto, no vamos a dedicarnos a la crítica cinematográfica. Muy al contrario, “MARCO AURELIO” es una panorámica histórica que, por sí sola, puede tener algún un interés documental para quien guste del tema. Pero, si tenemos en cuenta que estamos hablando de un pagano, emperador de Roma, supone una continuación de la línea argumental propia de Bajas Vibraciones.

LAS AUTORIDADES ESPIRITUALES ADVIERTEN QUE EL CONOCIMIENTO NO DA LA FELICIDAD. ADEMÁS, SI DIOS NOS QUISIERA INSTRUIDOS NO NACERÍAMOS IGNORANTES.

Marco Aurelio nació en Roma el 26 de abril del año 121. Murió en Vindobona (Viena) el 17 de marzo del 180. Estuvo al frente del Imperio Romano veinte años y fue un gran gobernante, el último emperador de lo que los historiadores consideraron como la Edad de Oro del Imperio. De él se ha dicho que fue “el único de los emperadores que dio fe de su filosofía no con palabras ni con afirmaciones teóricas de sus creencias, sino con su carácter digno y su virtuosa conducta”.

En 161, a la muerte de Antonino, Marco Aurelio, que a sus cuarenta años ya había ocupado las más altas magistraturas, heredó el cargo de Emperador tal y como estaba previsto. Al igual que su antecesor, no había luchado por el poder. Aquel mismo año su esposa Faustina dio a luz a una pareja de gemelos, uno de los cuales moriría a los pocos años. El otro descendiente, Cómodo, sería sucesor de Marco Aurelio y una calamidad para el futuro de Imperio.

Por ironía del destino, Marco Aurelio, de natural sedentario y pacífico, se ve convertido en un emperador viajero y militar. Quien había recibido una esmerada educación intelectual, pasó la mayor parte de su gobierno al frente de aquellos combates para los que nadie le había adiestrado. Se vio envejecer entre largas campañas en el Danubio y cortas visitas a Roma, a su familia. Pero también sacó provecho de los períodos de paz. Supo continuar la labor jurídica de Antonino e hizo redactar unos 300 textos legales, de los cuales más de la mitad tienden a mejorar la condición de los esclavos, de las mujeres y de los niños.

La represión del cristianismo, conducida con rigor feroz en algunas provincias, es un hecho sorprendente de la política de este emperador filósofo. En esa época los cristianos hacían méritos para ser considerados como una secta de fanáticos, necrófilos y extravagantes enemigos del Estado; y, por ello, Marco Aurelio cedió a la excitación popular, soliviantada en circunstancias penosas, en los sucesos crueles de la Galia Lugdunense en el 177. El servicio al Estado era un deber sagrado para un estoico romano, que no podía sentir simpatía por la actuación política, harto turbia, de los cristianos como grupo social. Si bien él no dirigió directamente las persecuciones,  se promulgó una ley durante su reinado que castigaba a todos los exiliados que intentaran influir la mente de las personas mediante el temor a la Divinidad, y esta ley estaba dirigida, indudablemente, a los cristianos.

No obstante, este enfrentamiento debió resultar bastante desagradable a quien, por su bondad natural, humanitarismo, filantropía, ascetismo, piedad, caridad y desprecio de las vanidades mundanas, compartía algunos importantes valores con los cristianos. Marco Aurelio escribe: “Lo propio de hombre es amar incluso a quienes nos dañan”. Y esta generosidad en el perdón no era sólo teórica; la practicó una y otra vez, silenciando los nombres de sus enemigos, olvidando las rencillas y las traiciones.

Como pensador, Marco Aurelio no es un filósofo original ni complicado, como otros estoicos de la época imperial (es decir la Estoa Nueva). Su originalidad básica consiste en la reducción de la filosofía a la ética, dejando de lado otros aspectos teóricos. Tampoco pretende ser un maestro de virtud. Se propone un cierto modelo estoico del sabio como modelo; aunque es consciente de la distancia que le separa de él. Lo más atractivo de este personaje es la sinceridad con la que intenta vivir según esas pautas éticas. Por eso su estoicismo tiene el atractivo de la doctrina vivida, y no de la predicada.

Marco Aurelio resulta un tipo de héroe muy poco frecuente en la Historia. A pesar de carecer de la alegría autoafirmativa, de la arrolladora ambición y del énfasis jovial de otras grandes figuras, su posición histórica, su conducta personal y su actitud filosófica hacen de él un ejemplo apasionante de humanidad. Por su tremenda coherencia, se ha ganado la admiración de pensadores e historiadores que han llegado a decir de él que era “el mejor y más grande de su siglo” y “el alma más noble que haya existido”.

“El arte de vivir –escribe Marco Aurelio- se acerca más al de la lucha que al de la danza”. Efectivamente, el personaje mantuvo a lo largo de su vida esa postura del guerreo digno y noble ante lo que acontezca: muertes familiares, desastres públicos, engaños e hipocresías. Como buen actor, desempeñó su papel en la vida, sin irritarse con el director de escena cuando éste le obligó a retirarse. “Porque fija el término el que un día fue también responsable de tu composición, como ahora de tu disolución. Tú eres irresponsable en ambos casos. Vete, pues, con el ánimo propicio, porque te aguarda propicio el que ahora te libera”. Así concluye el último libro de sus “Meditaciones”.

A continuación, he intentado resumir su libro I y he intercalado algunas explicaciones que estimo necesarias. En este texto, Marco Aurelio, mediante unas rápidas y precisas evocaciones, pone de manifiesto su afecto para con todos aquellos que le han aportado algo, pagando así una cordial deuda de gratitud.

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De mi abuelo Vero (M. Anio Vero, abuelo paterno que se hizo cargo de Marco Aurelio debido a la muerte prematura de su padre. Desempeñó cargos políticos de importancia): el buen carácter y la serenidad.

De la reputación y memoria legadas por mi progenitor (Anio Vero, padre de Marco Aurelio. Murió prematuramente): el carácter discreto y viril.

De mi madre (Domicia Lucila, mujer culta, excelente helenista. Amaba la vida austera y exenta de lujos, a pesar de su acomodada situación económica): el respeto a los dioses, la generosidad y la abstención no sólo de obrar mal, sino incluso de incurrir en semejante pensamiento; más todavía, la frugalidad en el régimen de vida y el alejamiento del modo de vivir propio de los ricos.

De mi bisabuelo (L. Catilio Severo, su bisabuelo materno. Ocupó puestos de relieve en la política de la época. Hombre de basta cultura. Aportó medios económicos para que Marco Aurelio recibiera una educación completa en su domicilio particular): el no haber frecuentado las escuelas públicas y haberme servido de buenos maestros en casa, y el haber comprendido que, para tales fines es preciso gastar con largueza.

De mi preceptor: el no haber sido de la facción de los Verdes ni de los Azules (colores con los que se distinguían las facciones rivales en las competiciones circenses), ni partidario de los parmularios ni de los escutarios (dos de los cuatro equipos de gladiadores); el soportar las fatigas y tener pocas necesidades; el trabajo con esfuerzo personal y la abstención de excesivas tareas, y la desfavorable acogida a la calumnia.

De Diogneto (pintor, filósofo y músico): el evitar inútiles ocupaciones; y la desconfianza en lo que cuentan los que hacen prodigios y hechiceros acerca de encantamientos y conjuración de espíritus, y de otras prácticas semejantes; el soportar la conversación franca y familiarizarme con la filosofía; y el haber escrito diálogos en la niñez; y haber deseado el catre cubierto de piel de animal, y todas las demás prácticas vinculadas a la formación helénica.

De Rústico (Junio Rústico, filósofo estoico y maestro de Marco Aurelio) el haber concebido la necesidad de enderezar y cuidar mi carácter; el no haberme desviado a la emulación sofística, ni escribir tratados teóricos ni recitar discursillos de exhortación ni hacerme pasar por persona ascética o filántropo con vistosos alardes; y el haberme apartado de la retórica, de la poética y del refinamiento cortesano. Y el no pasear con la toga (prenda para ceremonias y sesiones de gala) por casa ni hacer otras cosas semejantes. También el escribir cartas de modo sencillo; el estar dispuesto a aceptar con indulgencia la llamada y la reconciliación con los que nos han ofendido y molestado, tan pronto como quieran retractarse; la lectura con precisión, sin contentarme con una consideraciones globales, y el no dar mi asentimiento con prontitud a los charlatanes.

De Apolonio (Apolunio de Calcis, filósofo estoico e instructor): la libertad de criterio y la decisión firme sin vacilaciones ni recursos fortuitos; no dirigir la mirada a ninguna otra cosa más que a la razón, ni siquiera por poco tiempo; el ser siempre inalterable, en los agudos dolores, en la pérdida de un hijo, en las enfermedades prolongadas; el haber visto claramente en un modelo vivo que la misma persona puede ser muy rigurosa y al mismo tiempo desenfadada; el no mostrar un carácter irascible en las explicaciones; el haber visto a un hombre que claramente consideraba como la más ínfima de sus cualidades la experiencia y la diligencia en transmitir las explicaciones teóricas; el haber aprendido cómo hay que aceptar los aparentes favores de los amigos, sin dejarse sobornar por ellos ni rechazarlos sin tacto.

De Sexto (Sexto de Queronea, filósofo estoico, sobrino de Plutarco): la benevolencia, el proyecto de vivir conforme a la naturaleza; la dignidad sin afectación; el atender a los amigos con solicitud; la tolerancia con los ignorantes y con los que opinan sin reflexionar; la armonía con todos, de manera que su trato era más agradable que cualquier adulación, y le tenían el máximo respeto; la capacidad de descubrir con método inductivo y ordenado los principios necesarios para la vida; el no haber dado nunca la impresión de cólera ni de ninguna otra pasión, antes bien, el ser el menos afectado por las pasiones y a la vez el que ama más entrañablemente a los hombres; el elogio, sin estridencias; el saber polifacético, sin alardes.

De Alejandro el gramático (maestro y preceptor): la aversión a criticar; el no reprender con injurias a los que han proferido un barbarismo, solecismo o sonido mal pronunciado, sino proclamar con destreza el término preciso que debía ser pronunciado, en forma de respuesta, o de ratificación o de una consideración en común sobre el tema mismo, no sobre la expresión gramatical, o por medio de cualquier otra sugerencia ocasional y apropiada.

De Frontón (M. Cornelio Frontón, distinguido orador y amigo): el haberme detenido a pensar cómo es la envidia, la astucia y la hipocresía propia del tirano, y que, en general, los que entre nosotros son llamados “eupátridas”, son, en cierto modo, incapaces de afecto.

De Alejandro el platónico (probablemente, su secretario griego): el no decir a alguien muchas veces y sin necesidad o escribirle por carta: “Estoy ocupado”, y no rechazar de ese modo sistemáticamente las obligaciones que imponen las relaciones sociales, pretextando excesivas ocupaciones.

De Catulo (filósofo estoico poco conocido): el no dar poca importancia a la queja de un amigo, aunque casualmente fuera infundada, sino intentar consolidar la relación habitual; el elogio cordial a los maestros; el amor verdadero por los hijos.

De “mi hermano” Severo (Claudio Severo, filósofo peripatético): el amor a la familia, a la verdad y la justicia; el haber conocido, gracias a él, a Traseas, Helvidio, Cantón, Dión, Bruto; el haber conocido la idea de una constitución basada en la igualdad ante la ley, regida por la equidad y la libertad de expresión igual para todos, y de una realeza que honra y respeta, por encima de todo, la libertad de sus súbditos. De él también: la uniformidad y constante aplicación al servicio de la filosofía; la beneficencia y generosidad constante; el optimismo y la confianza en la amistad de los amigos; ningún disimulo con los que merecían su censura; el no requerir que sus amigos conjeturaran qué quería o qué no quería, pues estaba claro.

De Máximo (Claudio Máximo, filósofo estoico y maestro): el dominio de sí mismo y no dejarse arrastrar por nada; el buen ánimo en todas las circunstancias y especialmente en las enfermedades; la moderación de carácter, dulce y a la vez grave; la ejecución sin refunfuñar de las tareas propuestas; la confianza de todos en él, porque sus palabras respondían a sus pensamientos y en sus actuaciones procedía sin mala fe; el no sorprenderse ni arredrarse; en ningún caso precipitación o lentitud, ni impotencia, ni abatimiento, ni risa a carcajadas, seguidas de accesos de ira o de recelo. La beneficencia, el perdón y la sinceridad; el dar la impresión de hombre recto e inflexible más bien que corregido; que nadie se creyera menospreciado por él ni sospechara que se consideraba superior a él; su amabilidad en la vida de sociedad.

De mi padre (Emperador Antonino Pío, su tío político y padre adoptivo); la mansedumbre y la firmeza serena en las decisiones profundamente examinadas. El no vanagloriarse con los honores aparentes; el amor al trabajo y la perseverancia; el estar dispuesto a escuchar a los que podían hacer una contribución útil a la comunidad. El distribuir sin vacilaciones a cada uno según su mérito. La experiencia para distinguir cuando es necesario un esfuerzo sin desmayo, y cuando hay que relajarse. El examen minucioso en las deliberaciones y la tenacidad, sin eludir la indagación, satisfecho con las primeras impresiones. El celo por conservar los amigos, sin mostrar nunca disgusto ni loco apasionamiento. La autosuficiencia en todo y la serenidad. La represión de las aclamaciones y de toda adulación dirigida a su persona. El velar constantemente por las necesidades del Imperio. La administración de los recursos públicos y la tolerancia ante la crítica en cualquiera de estas materias; ningún temor supersticioso respecto a los dioses ni disposición para captar el favor de los hombres mediante agasajos o lisonjas al pueblo; por el contrario, sobriedad en todo y firmeza. El uso de los bienes que contribuyen a una vida fácil –y la Fortuna se los había deparado en abundancia-, sin orgullo y a la vez sin pretextos, de manera que los acogía con naturalidad, cuando los tenía, pero no sentía necesidad de ellos, cuando le faltaban. El cuidado moderado del propio cuerpo, no como quien ama la vida, ni con coquetería ni tampoco negligentemente, sino de manera que, gracias a su cuidado personal, en contadísimas ocasiones tuvo necesidad de asistencia médica, de fármacos ni emplastos. Y, especialmente, su complacencia, exenta de envidia, en los que poseían alguna facultad, por ejemplo, la facilidad de expresión, el conocimiento de la historia de las leyes, de las costumbres o de cualquier otra materia; su ahínco en ayudarles para que cada uno consiguiera los honores acordes a su peculiar excelencia. El no tener muchos secretos, sino muy pocos, excepcionalmente, y sólo sobre asuntos de Estado. Su sagacidad y mesura en la celebración de fiestas, en la construcción de obras públicas, en las asignaciones y en otras cosas semejantes. Ni baños a destiempo, ni amor por la construcción de casas, ni preocupación por las comidas, ni por las telas, ni por el color de los vestidos, ni por el buen aspecto de sus servidores.

De los Dioses: el tener buenos abuelos, buenos progenitores, buena hermana, buenos maestros, buenos amigos íntimos, parientes y amigos, casi todos buenos; el haber estado sometido a la órdenes de un gobernante, mi padre, que debía arrancar de mí todo orgullo y llevarme a comprender que es posible vivir en palacio sin tener necesidad de guardia personal, de vestidos suntuosos, de candelabros, de estatuas y otras cosas semejantes y de un lujo parecido; sino que es posible ceñirse a un régimen muy próximo al de un simple particular, y no por ello ser más desgraciado o más negligente en el cumplimiento de los deberes que soberanamente nos exige la comunidad. El haberme representado claramente y en muchas ocasiones qué es la vida acorde con la naturaleza, de manera que, en la medida que depende de los dioses, de sus comunicaciones, de sus socorros y de sus inspiraciones, nada impedía ya que viviera de acuerdo con la naturaleza, y si continuo todavía lejos de ese ideal, es culpa mía por no observar las sugerencias de los dioses y a duras penas sus enseñanzas; el no haber caído, cuando me aficioné a la filosofía, en manos de un sofista ni haberme entretenido en el análisis de autores o de silogismos ni ocuparme a fondo de los fenómenos celestes.

Todo esto “requiere ayuda de los dioses y de la Fortuna”.