Hasta fechas recientes, la llamada biodinámica ha estado en mantillas en España. El ambiente parece estar cambiando: cada vez son más los vinateros que se declaran cercanos a esta doctrina, la distribución de vinos extranjeros –sobre todo, franceses– de elaboradores biodinámicos es creciente, al igual que su aceptación entre los aficionados. En este contexto, aparece la traducción española del libro de Nicolas Joly (Coulée de Serrant), ‘El vino del cielo a la tierra’. Los medios de comunicación se hacen eco de todo ello con una actitud que oscila entre la condescendencia y la abierta simpatía; en cambio, casi no se oyen voces críticas, que señalen la parte de pseudociencia que tiene la biodinámica. Este artículo va a contracorriente. Por JESUS BARQUIN

Fue en el año 2001, a raíz de un comentario de Stuart Yaniger dirigido al autor del ‘The Skeptic’s Dictionary’, cuando comencé a interesarme por saber qué es en realidad la biodinámica. Hasta entonces, en las ocasiones en que había leído o escuchado una referencia a ella, había dado por hecho que se trataría sólo de una manera más de referirse a la agricultura ecológica o biológica.

Averigüé a partir de entonces que no es exactamente así, sino que –si bien hay diversas formulaciones y acercamientos, no siempre coincidentes- los defensores de la viticultura biodinámica justifican su especificidad frente a la viticultura meramente ecológica basándose en una serie de rasgos diferenciales que pueden resumirse en uno: la biodinámica va más allá del tratamiento del campo y la vid, es una cosmogonía, una visión del universo intelestelar como un enorme ser vivo del que cada planta (y cada piedra o animal, seres humanos incluidos) son sólo partes. Y, por otra parte, pone sobre la mesa métodos de carácter esotérico que no tienen nada que ver con los de la agricultura biológica.

Uno de estos métodos es el de las dinamizaciones, con raíces en la alquimia medieval. La efectividad de las preparaciones homeopáticas dependería de su ‘dinamización’ mediante procesos especiales que incluyen el enterramiento de un cuerno de vacuno relleno de estiércol, la reducción de insectos a cenizas y otras prácticas que hacen a algunos referirse a ello como el vudú de la viticultura. El sistema consiste en diluir el producto en proporciones infinitesimales en agua para después someterlo a la llamada dinamización: dar vueltas al recipiente lleno de agua en un sentido para, de pronto, invertir el sentido del giro creando un ‘vortex’. De este modo, se supone que las moléculas de agua adquieren las propiedades de las casi inexistentes moléculas del producto que ésta contiene.

La descabellada hipótesis de la memoria del agua es una de las bases de la homeopatía, pseudomedicina cuya popularidad parece dispararse en los últimos años, al mismo tiempo que se publican las más sólidas refutaciones de su supuesta eficacia y se acredita su falta de base científica. La homeopatía, tratándose de viticultura, viene referida al terreno, para lo cual la biodinámica recurre a diluciones infinitesimales de diferentes preparados: de sílice, de estiércol, de cenizas, etcétera. Pues bien, en esta materia, los resultados de los meta-análisis realizados en relación con la homeopatía aplicada a seres humanos como medicina ‘alternativa’ son concluyentes y permiten descartar cualquier efecto de los métodos homeopáticos que no se deban al efecto placebo. Cuando uno diluye en agua una solución cualquiera hasta llegar al punto en que en el volumen total tan sólo quedan trazas infinitesimales del preparado original, lo que obtiene es, lisa y llanamente, agua. Sin más. La suerte es que el agua, salvo en situaciones catastróficas, no suele causar daño a nadie ni a nada.

Otra de las notas características chocantes de la biodinámica –al menos, de la que predican sus portavoces más conocidos– es su fe en la astrología y signos del zodiaco. En principio, a semejante tema le dedicaríamos una atención inversamente proporcional a la que Nicolas Joly le dispensa en su libro. Joly propina al lector docena y media de páginas sobre el tema repletas de la mezcla de obviedades y fantasía habituales en los charlatanes de la Nueva Era. Eso sí, hay una pretensión que merece la pena detenerse a desmontar.

Me refiero al énfasis que Joly, como Chapoutier y otros vinateros biodinámicos, ponen en que ellos no recurren a la astrología, sino a la astronomía. Pues bien, no es cierto. Según estos defensores de la biodinámica, la astronomía y la astrología se diferencian en que la astrología no ha revisado los cambios en las posiciones relativas de la Tierra frente a los planetas y las constelaciones desde hace 2000 años, de modo que las fechas atribuidas a los signos zodiacales no responderían a la realidad de las cosas. La realidad de la influencia del resto del universo en los fenómenos terráqueos respondería, según ellos, a las posiciones efectivas que en cada momento tienen los astros, y a esto le llaman erróneamente “astronomía”. Al final, la cosa parece consistir en que los signos del zodiaco quedan desplazados aproximadamente un mes con respecto a las fechas que aparecen en los periódicos. Y quizá algún otro detalle más, pero confieso que, como al ilustrado Azara, se me desboca la mula cuando se tocan ciertas teclas… así que dejémoslo aquí. Sencillamente, no procede seguir dándole pábulo a barbaridad semejante como que el paso de la Tierra por las “constelaciones” de Capricornio, Aries o la que sea determine el calendario agrícola o ningún otro fenómeno del mundo real.

Por mucho que lo quieran maquillar, en cuestiones como éstas radica el núcleo específico de la biodinámica, que podría definirse, sin caricaturas sino atendiendo a una de sus características diferenciales más conspicuas, como ‘arte de hacer crecer las plantas con la ayuda de la astrología’. Quien cree en la biodinámica, cree en el zodiaco y en su influencia en la viticultura. Cuestión de fe…

Más susceptible de discusión rigurosa es el tema de la influencia de la Luna. Aquí, las creencias biodinámicas pueden echar mano de algún –controvertido- estudio científico. Los manidos argumentos de las mareas y de las supuestas prácticas tradicionales de los agricultores valen en todo caso de poco. Lo relevante es que los modelos físico-matemáticos no avalan un efecto significativo sobre la vida en nuestro planeta de la posición relativa de la Luna con respecto al Sol y la Tierra. Y, más importante aún, los estudios estadísticos no son concluyentes al respecto. Cada tanto, se publica algún artículo que documenta un cierto efecto de las fases de la luna sobre los accidentes de tráfico, sobre la evaluación del precio de las acciones bursátiles o sobre crisis en personas con trastornos mentales. A veces, se trata de trabajos elaborados aparentemente con rigor, de modo que no pueden despreciarse sin más. Pero no es menos cierto que los meta-análisis (trabajos basados en la agregación y valoración combinada de los datos publicados en un amplio conjunto de estudios realizados por separado) descartan hasta la fecha en términos globales la influencia de las fases de la luna sobre lo que acontece en la Tierra.

Digamos en todo caso que, si los profetas de la biodinámica aspiran a que sus pretensiones de rigor sean creíbles, podrían comenzar por anotar en sus cuadernos que el ciclo de la Luna es de 29 días, 12 horas y 44 minutos (más algún segundo), y no de 28 días, como por ejemplo repite machaconamente Joly en su libro (págs. 62, 131, 135 de la versión en inglés).

Otra de las notas características de la biodinámica es su ‘utilización’ de la energía cósmica y los campos radiantes, donde tienen cierto protagonismo los menhires. Según los biodinámicos, hay unos ritmos y fuerzas cósmicas y unas energías misteriosas que a través de mecanismos esotéricos influyen en los seres vivos, plantas incluidas. Las técnicas de cultivo, los productos empleados, los menhires, etc. tienen como objeto canalizar esa energía cósmica para que la vid y el terreno “vibren en armonía con el universo”. Una imagen muy plástica, sin duda, pero tiene un problema: ¿de qué energía cósmica se nos habla?, ¿en qué se basan para considerar una realidad lo que no deja de ser una imagen poética?, ¿en la intuición de Rudolf Steiner? Dejando de lado los calificativos poco amables que afloran a los labios cuando uno lee estas cosas, una perspectiva racional ha de limitarse a objetar que no hay ninguna evidencia de que tal cosa exista, y la carga de la prueba, por supuesto, corresponde a quienes la defienden como real, nunca a quienes nos mostramos incrédulos. Mientras tanto, lo lógico es pensar que, si no hay evidencias de ninguna clase, todo apunta a que no es cierto que existan otras “energías cósmicas” diferentes de las que son bien conocidas por la física.

Hay más detalles de la ‘locura’ biodinámica que no dejan de causar asombro, como la pasión por los arcanos del Antiguo Egipto, la idea de que existió una Edad Dorada para la humanidad antes de que la concepción materialista de la vida se impusiera, lo cual habría tenido lugar, dependiendo del estado de ánimo del interlocutor, por culpa de los griegos antiguos, de los juristas romanos (¡de veras!), al final de la Edad Media o con el advenimiento de la era industrial. O la insistencia ingenua en que hay cuatro fuerzas primigenias que lo controlan todo: tierra, agua, luz y calor.

O la desmesurada importancia que se da a la figura de Rudolf Steiner, un señor que no dedicó un mínimo de interés a poner a prueba y comprobar si sus ensoñaciones agrocósmicas tenían base real. El origen de la biodinámica está en una serie de conferencias pronunciadas en 1924 por un ya anciano Steiner, quien se autodenominaba antropósofo y escribía y conferenciaba con pretensiones de experto sobre arte, medicina, economía, psicología, pedagogía y, al final de su vida, también sobre agricultura.

Fe, ecología y buenos vinos

La biodinámica, como hemos apuntado antes, tiene una parte importante de fe personal y de manera de ver el mundo y de relacionarse con la realidad. Desde ese punto de vista, no procede formular ninguna clase de reproche: cada cual ha de abrazar la creencia que le parezca y hacer lo que el cuerpo le pida o la conciencia le dicte. Incluidos los elaboradores de vino, por supuesto, en la evaluación de cuyos productos poco importará si podaron cuando la Tierra pasaba por Sagitario o por Géminis o si trasegaron en cuarto creciente o menguante. En el fondo, el presente artículo no es tanto una objeción a los vinateros biodinámicos ni a sus vinos, cuanto a la ausencia de espíritu crítico con la que a menudo se trata el tema en los medios de comunicación.

A decir verdad, aunque sea a costa de ir aparentemente en contra de lo que defiendo, mi opinión general acerca de los productores biodinámicos en cuanto a la calidad de sus vinos es buena. Sin ir más lejos, las de Joly, Mark Angeli, Jacky Blot, Huet (no digamos Leroy) están entre mis bodegas favoritas. A poco que se piense, no hay contradicción: aunque las técnicas cósmico-dinámicas no sirvan al cabo para casi nada, tienen la evidente virtud de no perjudicar allí donde no hay un riesgo que combatir, y vienen en todo caso acompañadas de un mimo especial en la elaboración en todas sus fases, al menos entre los verdaderamente enamorados de la viña y el vino.

Asimismo, la parte ecológica del enfoque biodinámico es razonable, por lo que tiene de agricultura orgánica, sostenible y respetuosa del entorno. La agricultura en general y la viticultura en particular están metidas en una espiral de tratamientos químicos que conducen a una situación de difícil salida. La biodinámica surge, en buena parte, como respuesta a este estado de cosas y podría tener indirectamente un efecto favorable con carácter global. En la medida en que asume los principios de la agricultura biológica (respeto de los ciclos vitales de la vid, adecuación de las técnicas a las características del terreno, clima y variedad, recurso a métodos naturales de control de enfermedades y parásitos), contribuye a reducir el recurso a fertilizantes químicos, pesticidas, herbicidas, etcétera. Habrá que ver cuáles son los límites que la realidad va imponiendo a las prácticas ecológicas en la viticultura –cuestión sobre la que no soy optimista en una perspectiva de amplio alcance- pero, sea como sea, el mero hecho de que la denominada biodinámica venga de la mano de una sustancial reducción del empleo de los mencionados productos debe contemplarse con simpatía.

Ahora bien, los mencionados aspectos saludables no bastan, a mi juicio, para salvar la superchería de los aspectos esotéricos y astrológicos de esta fe, en los cuales radica en todo caso la originalidad y la razón última de ser de la biodinámica. Desde ese punto de vista, la biodinámica es una creencia sobrenatural que se sustenta en suposiciones e intuiciones espirituales sin fundamento empírico contrastable.

El dedo, la luna y el rey desnudo

Con lo que retornamos a la idea inicial: se echa de menos una perspectiva más descreída de los medios, un escrutinio más escéptico de los mensajes, a veces confusos, que lanzan los defensores de la biodinámica. Al referirse a este tema ‘candente’ de los métodos biodinámicos de elaboración del vino, uno de los más conocidos enoperiodistas de nuestro país recurría hace poco a un dicho oriental (“cuando el dedo señala la luna, el idiota mira el dedo”) para sugerir torpeza de entendederas entre quienes nos enfrentamos sin ambages a las supercherías biodinámicas: “los escépticos tienden a mirar al dedo”, escribía este experto.

Bien, si es preciso quedar como tontos incapaces de ver más allá de lo que nos muestran nuestros ojos, qué le vamos a hacer. Al fin y al cabo, en la clásica historia del rey desnudo -también de origen oriental, si bien su primera versión escrita salió de la pluma de un sobrino de Alfonso X El Sabio- al principio a todo el mundo le invadió una risa nerviosa cuando oyeron al esclavo negro decir en voz alta que el rey no llevaba ropa, y éste le insultó de la peor manera. Mas ya sabemos cómo termina el relato…

Puestos a elegir una historia, los partidarios del pensamiento racional nos quedamos con la que escribió Don Juan Manuel antes que con todos los cuentos de energía cósmica, diluciones infinitesimales y signos del zodiaco que prodiga la biodinámica. En este caso, el esclavo negro (o el niño al que Andersen atribuyó este papel en ‘El traje nuevo del emperador’) podría apuntar con el dedo hacia los menhires supuestamente dinamizadores y decir: “siga usted así, cuide la tierra y sus viñas, recupere el equilibrio del suelo, dedíquele sus mejores esfuerzos a su trabajo y elabore un vino que nos haga disfrutar; de ahí llegará su recompensa. Pero no venga con la monserga de que ese menhir o las pulverizaciones homeopáticas o el girar de las constelaciones en el firmamento aportan por sí mismos ni siquiera una fracción ínfima de calidad a lo que hay dentro de la botella”. Esto último es, sencillamente, una rueda de molino con la que no vamos a comulgar…

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Fuente: http://elmundovino.elmundo.es/elmundovino/noticia.html?vi_seccion=25&vs_fecha=200510&vs_noticia=1128619190