En numerosos países africanos ha resurgido violentamente la brujería, en los últimos veinte o treinta años. En Sudáfrica, Camerún, Congo o Liberia no se entiende la política sin brujos, espíritus y hechicería. Tiene su lógica. La idea de que haya “fuerzas ocultas” sirve para explicar el súbito ascenso del sargento Mobutu, el sargento Doe, el sargento Eyadéma, convertidos de la noche a la mañana en jefes de Estado vitalicios, timoneles sapientísimos, indestructibles, padres del pueblo; capaces de gobernar durante décadas. También explica las insultantes fortunas surgidas de pronto, con los procesos de privatización y liberalización económica, la destrucción masiva de empleos: el sistema que engorda a unos hasta la caricatura y a otros los consume, los desangra, los devora. ¿Por qué no podría ser obra de un brujo? ¿Por qué no un vampiro? En el fondo, para cualquiera es un misterio el origen de la riqueza o el poder, el lugar y el modo en que se producen; sobre todo si se quiere mantener a la vez alguna idea de justicia, de un orden moral del mundo. Es menos extraño, menos primitivo e ingenuo de lo que parece. El orden actual tiene consecuencias igualmente disparatadas en todas partes, igualmente difíciles de entender. Tenemos por eso en todas partes explicaciones similares. La idea del misterioso poder de la publicidad o de los equipos de expertos, los expertos de imagen, por ejemplo, capaces de alterar por completo el resultado de una elección en un par de días, con recursos y métodos que muy bien podrían ser los de un brujo yoruba. O bien la idea de un saber arcano que explica el éxito empresarial, la capacidad para “hacer dinero”, que la gente busca infatigablemente en docenas de libros donde se exponen las siete reglas, los diez principios, las cuarenta lecciones, cuya eficacia es muy semejante a la de cualquier conjuro sólo que sin ningún atractivo estético.

En México tenemos especial debilidad por las explicaciones que incluyen alguna conspiración. Es una preferencia que no sólo humaniza cualquier catástrofe, porque la hace producto de una voluntad concreta, sino que multiplica hasta lo inverosímil el poder humano, en un esquema forzosamente maniqueo; imaginamos el mundo como un simulacro, con doble fondo, gobernado en secreto por un grupo minúsculo: una logia, una hermandad, que actúa de modo oculto y siempre siniestro, malintencionado. Lo que sigue, siempre estamos por pedirlo, es descubrir la conspiración y acabar con ella, aniquilar a los conspiradores.

Me viene a la cabeza todo esto leyendo una entrevista publicada por El Universal hace unos cuantos días, con un señor de apellidos Velasco Piña. La entrevista es para comentar un libro suyo, recién publicado, que se titula: El círculo negro. El grupo detrás del poder en México. Según dice el periódico, en el libro se explica que durante setenta años México estuvo gobernado en realidad por cinco individuos poderosísimos, integrados en una sociedad secreta; hay muchos detalles: por ejemplo, que mantenían amenazados de muerte a los presidentes, que mandaban sobre el Congreso y el partido porque controlaban “los hilos del poder”, que todo el sistema obedecía a la “Real Constitución Política del Estado Mexicano” escrita por esos mismos cinco personajes. Todo eso ha llegado a saberlo el señor Velasco, eso dice, por una confesión in extremis de uno de los miembros de la sociedad que, por supuesto, sólo pidió quedar en el anonimato. Se confesó con un jesuita, por cierto: como en un folletín de Blasco Ibáñez, pero malo. La nota es de la agencia EFE.

Hasta donde se puede saber, el señor Velasco Piña podría ser un simple y obvio paranoico, de clínica, que honradamente se ha puesto a transcribir sus alucinaciones. También podría ser un vivales de imaginación mediocre, nutrido a base de folletines y películas de espías, que trata de hacerse un dinerito a costa de los incautos. En realidad, da lo mismo. No tiene la menor importancia que haya quien piense y escriba majaderías de ese estilo, ni siquiera es para sorprenderse que los responsables de una editorial (es la editorial Punto de Lectura) hayan decidido publicarlo. Se entiende lo uno y lo otro porque una patochada como ésa puede vender un buen número de ejemplares en México. Ese interés tiene la anécdota. La dislocada fantasía del señor Velasco se hace eco del sentido común de mucha gente, dice lo que más podría gustarle a un público mexicano: hasta en la cursilería de la confesión de última hora.

Tampoco hay motivos para extrañarse de eso. La misma simpleza, la misma clase de argumentos, las mismas fantasías aparecen todos los días en las páginas de cualquier periódico, en artículos firmados por nuestros analistas más notables, los que son líderes de opinión. Las mismas ideas se escuchan en el radio, en la televisión. Sólo como ejemplo, pienso en los disparates que se dicen cotidianamente sobre el incontrolable poder de Carlos Salinas de Gortari, que está en todas partes, decidiéndolo todo. O en el poder misterioso y maligno que se atribuye a la profesora Gordillo, que con su sola presencia puede poner al país en jaque. En el poder corruptor que emana del senador Fernández de Cevallos y que contagia a quien se le acerque.

Puede entenderse, en parte, porque durante mucho tiempo el arte del análisis político, el más popular, consistía en saber quién había comido con quién, a quiénes habían saludado de mano, quiénes tenían vínculos y cuáles con la parentela de quién, que había sido secretario particular de alguien. Sólo en parte. También hay la mentalidad inquisitorial, dispuesta a la caza de brujas; la imagen católica del mal y sus encarnaciones, el miedo de las fuerzas oscuras; una idea delirante del poder de los poderosos, como compensación de la impotencia, junto con la retorcida esperanza que se cifra en ese poder humano agigantado, monstruoso. Descuento la simple tontería, que también hay.

Vale la pena, para comprender bien el tema, mirar el polo contrario, el campo de la luz, que debe triunfar finalmente, y que resulta ser igualmente abstracto, nítido, indudable en su bondad. Para la gente resulta obvio que una aglomeración de más de veinte personas es “el Pueblo”; con una intuición maratista —de Jean Paul Marat, a quien no han leído ni falta que les hace— exigen en cualquier manifestación que el gobierno escuche al Pueblo o se quejan de que no hace caso del Pueblo. Los analistas, también los más sofisticados y cosmopolitas, ven las cosas con la misma claridad. En general, para huir del imperio de los conspiradores pasan al territorio mágico de las mayúsculas, donde lo que hay son Ciudadanos y Derechos, a veces Consumidores, con toda su abstracta inocencia, y cuando hace falta ser enfático está la Sociedad Civil. Cualquier taifa de vividores puede ser transfigurada si se le bautiza como Sociedad Civil, y merece entonces la más exquisita atención. Hasta que se descubre o se imagina o se inventa su vínculo con Carlos Salinas de Gortari. Todo mágico, inmediato.

Según el relato de Peter Geschiere, los maka del este de Camerún estaban convencidos, a mediados de los años ochenta, de que el diputado local ganaba las elecciones no sólo porque era postulado por el partido único, sino por la protección que le daba el hechicero, el nganga más poderoso de la región, que lo hacía invencible. Seguramente a nuestros analistas, que son todos gente razonable e ilustrada, les daría mucha risa saberlo.

Autor:escalante.fernando@gmail.com

Fuente: cronica.com.mx