¿Suena esto familiar? El Papa ha muerto. Cada periódico del mundo occidental rinde tributo a un “gran hombre”. El presidente estadunidense masculla con su acento texano: “El fue un informado y articulado enemigo de la tiranía”. El primer ministro británico lanza un panegírico: “El mundo es más pobre ante la pérdida de un hombre que ha jugado un gran papel en la defensa de los valores espirituales y en el trabajo por la paz”. Nadie menciona a las víctimas de este hombre. Excepto que ésta es una escena en sepia que data de 1958, y esta historia tiene un tercer acto. Después de que los mitos propagandísticos se han desgastado, después de que los lugares comunes se han derrumbado y convertido en polvo, el muy amado y muy alabado Papa será analizado y juzgado por la historia como una fuerza profundamente maligna. Le pasó al papa Pío XII después de su funeral. ¿Le ocurrirá lo mismo a la reputación histórica del papa Juan Pablo II?

Algunos católicos se quejarán de que es ofensivo, o inclusive discriminatorio, recordarle al mundo las decenas de miles de víctimas del Papa, ahora que él ha fallecido. El mismo sentimiento de corrección religiosa fue usado para silenciar a los críticos de su antecesor Pío, así que veamos qué clase de persona recibe la protección de esta intimidación santa.

Gracias a las investigaciones del católico liberal John Cornwell, sabemos que Pío era un feroz antisemita que jugó un papel central en hacer posible el Holocausto. Si el Papa hubiera llamado a los 23 millones de católicos de Alemania a no cooperar con el nazismo, el país se hubiera vuelto ingobernable. En lugar de eso, hizo un trato con Adolfo Hitler y ordenó a la Iglesia católica de Alemania retirarse de toda acción social y política, acabar con todos los partidos políticos católicos y silenciar sus periódicos. El mismo Führer aseguró que fue “un gran logro” y un enorme boom en la “lucha contra el judaísmo internacional”.

La Iglesia católica siguió en esta tesitura al colaborar con la “certificación racial” de todos los alemanes. Cuando los judíos de Roma fueron perseguidos hasta por debajo de la sombra del Vaticano y enviados a campos de exterminio, Pío XII nada hizo. Los archivos del Vaticano sugieren que ni siquiera en privado ofreció oraciones por ellos.

Con el tiempo, el mundo verá que a Juan Pablo II se le deben tantas víctimas como a su ahora controvertido predecesor. Sus defensores contemporáneos serán considerados tan bajos como aquellos que en su momento alimentaron el mito del santo y benigno Pío. Durante el papado de Juan Pablo II hubo tres escándalos cuya pestilencia rebasará por mucho las pequeñas compensaciones implícitas en su oposición a la pena capital, o su apoyo a la solidaridad económica y al comercio justo.

El primero de ellos fue su acercamiento a América del Sur, donde mostró su indulgencia hacia el fascismo. Afirmó que el dictador chileno, el general Augusto Pinochet y su esposa, eran “una ejemplar pareja cristiana”, pese a saber que ellos habían montado un golpe de Estado y asesinado a decenas de miles de socialistas y demócratas. Cuando el dictador finalmente fue llevado ante la justicia por sus crímenes contra la humanidad después de haber sido interceptado en Gran Bretaña, el Papa pidió a Londres su liberación. ¿Su razonamiento? Ofreció el argumento racional de la realpolitik de que los crímenes de Pinochet fueron cometidos cuando él era jefe de Estado y, por tanto, gozaba de inmunidad soberana.

También hizo un trato con la administración de Ronald Reagan, cuando prometió apoyar tácitamente su intento de derrocar al gobierno sandinista democráticamente electo mediante guerrillas fascistas, según la reconocida biografía que le hizo Bob Woodward. Juan Pablo II jamás vio la diferencia entre el autoritarismo venenoso del socialismo practicado en la Unión Soviética y el socialismo democrático y decente promovido por los sandinistas y Salvador Allende. Para él, eran igualmente ateos y debían ser destruidos.

La visión promovida por apologistas católicas como Cristina Odone y Mary Kenny en la semana después de la muerte de Juan Pablo II, que lo presentan como una Amnistía Internacional clerical de un sólo hombre, parece chiste cruel después de todo lo anterior.

Ciertamente, la muy manoseada oposición del Papa a la tiranía soviética se basó primordialmente en su odio hacia el ateísmo más que en su amor a la democracia. En su reciente libro Memoria e Identidad, el Papa irrumpe contra todas las democracias existentes diciendo que Occidente está hundido en el “nihilismo” y que “los parlamentos democráticos son sus portadores”. Este no es el Evangelio de un campeón de la democracia, sino una de las muchas necias guirnaldas que han sido arrojadas en su ataúd.

El siguiente escándalo es aún más desagradable. La respuesta del Papa a la gran amenaza de nuestros tiempos a la vida humana -el sida en Africa- fue volverla mucho peor. No se limitó a sólo predicar la abstinencia, como argumentan sus apologista. No. Ordenó a su Iglesia promover la mentira de que los condones son inútiles.

Alfonso López Trujillo, quien encabeza la oficina del Vaticano para la familia, anunció que los condones tienen “orificios diminutos” que dejan pasar el virus de inmunodeficiencia humana (VIH). Hasta los científicos a los que citó López Trujillo afirmaron que el funcionario vaticano decía “tonterías absurdas”. Con todo, en El Salvador la Iglesia peleó (y consiguió) que en cada empaque de condones se ostentara una advertencia declarando que el producto no previene la transmisión del VIH. El arzobispo de Nairobi fue todavía más lejos, cuando anunció que los condones causan sida, por lo que no recibió ninguna reprimenda papal.

Las mentiras sobre los condones fueron proclamadas desde los púlpitos de las iglesias rurales de Africa, donde los aldeanos analfabetos no tenían otra fuente de información. El mensaje del Papa los condenó a una muerte tan lenta y dolorosa como la que él sufrió. Con la diferencia de que a ellos nadie los llamará santos, sino pecadores. No confíen en mi palabra de ateo: hasta el obispo de Rustenburg, en Sudáfrica, aseguró que la postura del Papa era “el código para la muerte”.

Los cargos contra Juan Pablo II no terminan con ser tolerante con el fascismo y extender mentiras sobre el sida. Durante décadas el Papa encabezó una institución responsable de la violación masiva de niños. Se le llamó repetidamente la atención sobre estos abusos, y nada hizo. Estaba siendo congruente con la consigna de su antecesor, Juan XXIII, quien decretó a principios de los años 60 que el tema de los abusos contra niños dentro de la Iglesia debían manejarse “en la forma más secreta posible, siempre restringida por un silencio perpetuo”. Juan XXIII nada hizo para impedir que los sacerdotes abusaran de los niños. Cuando el escándalo se volvía más grande, simplemente mudaba los curas a una nueva diócesis, con nuevos niños.

Esta estrategia fue, en todo caso, profundizada por Juan Pablo II, quien envió órdenes exigiendo “discreción” a la Iglesia en casos de abuso a niños. Nunca se mencionó enviar evidencia a la policía o a las autoridades civiles. Fue sólo cuando el escándalo se volvió incontenible, cuando había acusaciones plausibles contra 4 por ciento de todos los sacerdotes de la Iglesia católica estadunidense, que empezaron a rodar cabezas en las cúpulas eclesiásticas. ¿Cuántas vidas de niños fueron destruidas mientras el Papa mantenía su “silencio perpetuo”?

Si queremos hablar de respetar a los muertos, hoy debemos estar de luto no por un proselitista que vendía supersticiones, sino por las decenas de miles que, gracias a él, hoy no están vivos para ver este día. Yo no creo que Juan Pablo II será juzgado el Día del Juicio Final en el “paraíso”. Pero un día, todos los necios homenajes de los últimos días se habrán podrido y su nombre será objeto de insultos aquí en la Tierra.

© The Independent
Por Johan Hari *
Traducción: Gabriela Fonseca

* Periodista y dramaturgo nacido en Escocia, columnista de The Independent, del suplemento literario del periódico The Times y de Attitude, la principal revista gay de Inglaterra.